Querido Morrisey.

(Oficialmente, estoy fuera de mi jodido bloqueo de escritor.
Con una sola frasecita escribì en dos dìas mi primer relato completito en dos años. Mi mejor relato, por cierto. No tengo que ser modesto: es un cuento excelente, y lo sè. Enjoy it, y dejen muchos comments despiadados y crudos. Sòlo asì puedo saber si hice algo bien.)




Querido Morrisey
por Yess K


A Eduardo.
Porque un día le dará
diamantes a los cerdos.


El Hombre que Fue una Vaca tenía la panza blanda y sedimentada. Tenía los ojos minúsculos e inexorables. Una sola linea de cabello le crecía debajo de las orejas, y las orejas estaban tan bien formadas que cuando encontraron los trozos creyeron que eran de una mujer. Vestía una playera polo estrechando su cuerpo flaco. Cuando lo veo en las fotos de archivo me hace pensar en la boa que se comió un elefante. Tenía una gorra que quedó hecha pedazos cuando el francotirador le voló la tapa de los sesos. Nunca encontraron el crucifijo que le regaló su tía en su primera comunión.

El Hombre que Fue una Vaca dejó una nota en su apartamento, antes de cargar la glock cuarenta y cinco y tomar el metro hasta el restaurante de hamburguesas. La nota estaba escrita a lápiz, y un grafólogo de la policía aparece en televisión para estudiarla; dice que su caligrafía tiene los rasgos característicos de una persona protectora y servicial. Que es un perfeccionista y no tiende a ser impulsivo. Que tiene una estrecha relación con su padre y que es un entusiasta de su auto glorificación.

La nota decía: “no tengo demasiadas preguntas”.

Fue un martes. Por la noche pasarían ese talk show con la mujer del pelo rizado y los labios de colágeno. La que se agotaba los sinónimos de una sola palabra antes del corte a comerciales. La que entrevistaba a presidiarios inocentes y cosas de ese tipo. Amanda tuvo su clase de piano una hora antes, porque su maestro tenía un concierto esa noche. La recogí a las seis, y le sequé las lágrimas con la esquina de esa partitura que no había podido tocar. Le pregunté si a lo mejor una hamburguesa con tocino y patatas dobles podían sacarle una sonrisa.

Y si, la sonrisa emergió como una lánguida nota que nadie puede escuchar.

Era el restaurante de una franquicia. La de los combos semanales. La de las frases celebres en los sobres de mostaza y salsa catsup. La que te rellenaba el vaso si lo comprabas en tamaño jumbo. La que estuvo a punto de quebrar porque una mujer encontró un dedo humano en su sandwich de pollo. Cuando dejé la carrera, había buscado trabajo en uno de esos restaurantes, y me enviaron un e-mail diciendo que lamentablemente no cumplía con todos los requisitos, y que el cuarto de libra estaba al dos por uno, promoción válida hasta el treinta de marzo.

Si lo piensas un poco, una carrera en filosofía no te prepara para los retos de la comida rápida.

Mi hermana dijo que no tenía hambre, pero pidió un combo extra grande, con el juguete incluido. Pidió aros de cebolla en vez de las patatas. Y la hamburguesa bien cocida por un lado y sangrienta por el otro. Nunca le hacían caso, pero era gracioso cuando la escuchabas. También pidió un sundae de caramelo, y yo ordené un paquete de nuggets con salsa de barbacoa. Pagué dieciséis con setenta y ocho centavos, con la tarjeta de crédito de mi madre. Encontré el recibo en el hospital, antes de comenzar la rehabilitación. La enfermera quería quitármelo, pero mi madre dijo que no podía hacerme daño. No demasiado.

Amanda rompió la bolsa con el juguete adentro. Era una pequeña pistola de agua con lucecitas y una planilla de stickers. Era el tipo de cosa inapropiada que no le das a una pequeña adolescente.

Nos sentamos al fondo del restaurante, cerca del area de juegos. Tenía once años, y sus ojos rodaban hacia los toboganes y los tiovivos y las tirolesas. Entonces recordaba que era una joven aprendiz de señorita, y se limpiaba con las toallitas húmedas que no dejó de usar cuando salió de la primaria.

Recuerdo que me dijo cerdo por comer con las manos sucias. Recuerdo que eso fue lo último que salió de sus labios.

El Hombre que Fue una Vaca entró al restaurante a las siete y media en punto. O eso dicen los periódicos. Y los noticieros. Yo recuerdo que era mucho mas temprano, pero tal vez eran las luces de halógeno que colgaban del techo enrolladas de serpentinas. Tal vez estaba colocado. Tuve que dejar las anfetaminas para empezar mi tratamiento.

El Hombre que Fue una Vaca entró por la puerta de servicio, y disparó a una chica con delantal. La bala le perforó un pulmón, y murió desangrada antes de que entrasen los paramédicos. La segunda bala convirtió el ojo derecho del gerente en una pulpa acuosa y humeante. El gerente apareció en las entrevistas con un parche en el ojo, y le pusieron un sobrenombre que no prosperó. Pirata Morgan, le decían.

La tercera bala rebotó en un estante de acero galvanizado, haciendo añicos el tubo luminoso sobre la parrilla. La lluvia de cristales sisearon sobre el aceite viejo. La cuarta bala atravesó el cuello de uno de los cajeros, el chico guapo que quería coquetear con las adolescentes que iban en nuestra fila. Le cortó la arteria femoral, y su cuerpo se desplomó sobre la caja registradora con un tintineo. La otra cajera soltó un chillido histérico, pero el Hombre que Fue una Vaca sólo la amenazó con el arma. Estaba demasiado ocupado ordenando a la clientela que se echase al suelo con las manos en la cabeza para verla huir por la ventanilla del servicio a automóviles.

El Hombre que Fue una Vaca nos dijo su nombre, pero a nadie le importó. Mi madre dice que es gracioso como los hombres dejan de ser hombres cuando tienen sangre inocente en sus manos, y yo le digo que él no era un hombre. Le digo que Fue una Vaca con problemas emocionales.

Amanda se acurrucó bajo la mesa. Le temblaba el labio inferior, y yo le dije que se calmase. Que sólo iba a empeorarlo. Mi madre dice que no es lo que deberías decirle a un niño. Pero yo también estaba aterrado. Mis nuggets seguían calentitos en su recipiente de cartón, y había dos cadáveres sangrando a sus anchas en la cocina.

Amanda temblaba, y le dije que se echara al suelo como había dicho el pistolero. Así se lo dije. Haz lo que dice el pistolero. Creo que leí eso en una novela, y no sé porque me vino a la cabeza. Mi hermana se recostó en el suelo, moqueando. Le pregunté cuanto dinero tenía en su mochila. Seguro sólo llevaba el del almuerzo. El Hombre que Fue una Vaca gritó que me callase, y me mordí la lengua tan fuerte que pensé que no podría volver a lamer ningún culo institucional en mi vida. El Hombre que Fue una Vaca le disparó a una mujer mayor que se había tirado encima su malteada. Era una malteada de fresa, y su sangre se confundió con el hielo desmenuzado.

Alguien lloraba. Los niños en el area de juegos estaban inmóviles en sus burbujas de plástico rayado. En los periódicos dicen que uno de ellos murió por un ataque de epilepsia, pero su cuerpo estaba muy calcinado para confirmarlo. Su madre no estaba en el restaurante, y comenzó una campaña para quebrar a la franquicia de hamburguesas. Otra vez.

El Hombre que Fue una Vaca caminó entre las mesas, pateando cartones y sillas ergonómicas. El extremo de la pistola todavía escupía volutas de humo. Me recordaban los cigarrillos cubanos de mi compañero de habitación en la facultad. Había un chico tumbado a unos pasos, con las manos hundidas en su pelo castaño y amplio. Trató de sonreírme.

El Hombre que Fue una Vaca se subió a una mesa donde alguien había derramado un banana split. Usaba zapatos de lona. Nos grito que eramos treinta y cinco homicidas en potencia esa noche. Que el venía a repartir un poco de justicia. Dijo que no lo interpretásemos mal. Que el mundo se basaba en sus equilibrios. Dicen que ni el mismo se creía lo que estaba diciendo.

El Hombre que Fue una Vaca frunció el ceño, y se rascó la barbilla. Alguien soltó una risita al fondo del local, y el Hombre que Fue una Vaca le apuntó. Le preguntó que le parecía tan gracioso. Una voz nasal y femenina dijo que le recordaba a su marido cuando estaba molesto.

Creelo o no, todos comenzamos a reír. Amanda se rió como nunca lo había hecho. Como un jadeo largamente reprimido. Como un silbido anestesiado.

Como una bocanada de aire puro.

Y después de eso, no volvió a abrir la boca.

El Hombre que Fue una Vaca esbozó una sonrisa torcida. Algún reportero se molestó en buscar al marido de la Mujer Nasal. Le preguntó si el solía ser tan agresivo en casa. Su esposa se había suicidado la noche anterior, y el hombre le dijo que se metiera su sentido del humor por donde le cupiera.

El Hombre que Fue una Vaca nos hizo levantarnos de uno a uno. Mi cabeza golpeó la parte baja de la mesa. Había graffitis. Había palabras obscenas y mocos. Había un chicle verde y fresco pegado en la madera. En el quirófano, cuando me extirparon el último pedazo de piel quemada del cráneo, el chicle estaba allí, envuelto en un mechón de mi cabello rostizado, como un bebé azul en su negruzco edredón.

Ayudé a Amanda a ponerse en pie. Sus rodillas temblaban. Ese día llevaba un vestido de verano con flores pálidas. No le gustaba ese vestido, pero mi madre la obligaba a ponérselo. El Hombre que Fue una Vaca nos hizo formarnos detrás de una familia de cinco. Los trillizos que iban pegados a las piernas de su padre no tendrían mas de cinco años. Tuvieron que distinguir sus cuerpos con los registros dentales.

El Chico del Cabello Castaño se formó delante de nosotros. Apretaba su mochila contra su pecho, como un tesoro. El Hombre que Fue una Vaca le dijo que soltara esa mierda, y el Chico boqueó como un pez asustado. La punta del arma se hundió en su mejilla, y el Chico no pudo soltar la mochila. Le pedí a mi hermana que cerrase los ojos, que se tapase las orejas, y el Chico trató de sonreírme. El Hombre que Fue una Vaca me hizo un gesto aprobatorio, y disparó. La cara del Chico Castaño se evaporó en una lluvia de carne y huesos.

Recuerdo que no había visto un cadaver tan bonito.

Treinta y cuatro homicidas en potencia, anunció el Hombre que Fue una Vaca. Podemos hacer que dure, dijo. Podía escuchar las sirenas aullando en medio del atardecer. Siempre me pregunto quien habrá hecho la llamada. El Pirata Morgan dijo en un videochat que se había arrastrado a su oficina, y había marcado el número de la policía antes de desmayarse. Cuando publicó su libro, dijo que había atacado al Hombre que Fue una Vaca con un cuchillo.

El Hombre que Fue una Vaca se irguió con el pecho inflado. Su vientre estaba apretado con una faja de las que anuncian en televisión. Los pelos de su barriga asomaban sobre el elástico de sus pantalones. El Hombre que Fue una Vaca husmeó el aire, y sin dejar de apuntarnos, ojeaba los grandes ventanales llenos de pegatinas.

Nos dijo que nos diéramos prisa, puta madre. Detrás del mostrador, bramó, y nos unimos a los empleados que se habían aovillado bajo una encimera cubierta con papel aluminio. El Hombre que Fue una Vaca dijo que nos sentáramos en el suelo. Nos apretujamos unos con otros como los rehenes de las películas.

Había visto una, donde los terroristas tomaban como rehenes a los pasajeros de un tren. Tenía resaca ese día, y sólo recuerdo una explosión donde el protagonista salva a la rubia. Pensaba que todas esas historias podían terminar así, con una hermosa explosión y una rubia ondulante.

El Hombre que Fue una Vaca se mordió el labio. Amanda hizo lo mismo. El hombre con traje y corbata cara hizo lo mismo. El parrillero gordo y barbudo hizo lo mismo. El Hombre que Fue una Vaca preguntó si nadie quería saber porque hacía esto. Cuando no le respondieron, el Hombre que Fue una Vaca levantó a una mujer con camisa de tirantes. Le estrujó el cuello. La Mujer de los Tirantes intentó gritar, pero le metió el cañón entre los dientes. La mujer farfullaba. La mujer vivía en un edificio de vivienda social con sus dos hijas y sus tres sobrinos. Su hermano estaba en el mismo hospital donde me internaron. Cuando lo supo, busco mi habitación y me preguntó como había sido. No supe que contestar.

Si lo piensas un poco, nadie tenía demasiadas buenas preguntas.

El Hombre de la Corbata Cara alzó la mano despacito. El Hombre que Fue una Vaca le hizo un gesto con la cabeza. Habló con una voz aflautada y respingona. Dijo: por qué haces esto, muchacho. Así lo dijo. Muchacho. El tipo no podía ser mayor que el Hombre que Fue una Vaca, pero le hablaba como a un chaval. Cuando terminó de hablar, se acurrucó entre la máquina de helados y la nevera.

El Hombre que Fue una Vaca dijo que esperaba que lo dijera. El Hombre que Fue una Vaca soltó a la Mujer de los Tirantes, y antes de que ella le diera las gracias, le disparó en el estómago.

La mujer se desangró a mis pies. Mi hermana se desangró a los pies de esa mujer.

El Hombre que Fue una Vaca fue, en efecto, una Vaca. Nació en una granja del este treinta años antes, el sexto becerro de una familia de siete. Su madre fue sacrificada después de contraer la gripe. La Vaca que Sería un Hombre lo vio todo con sus bovinos e indefensos ojitos.

La Vaca que Sería un Hombre tuvo que escapar de la granja antes de cumplir los dos años. Lo acompañaron un ganso y una oveja. El Ganso que Sería un Hombre se convirtió en el asesor del presidente. La Oveja que Sería una Mujer falleció en un accidente en la carretera seis meses atrás. El Hombre que Fue una Vaca la amaba, dijo. Tuvieron que pasar los siguientes meses escondiéndose de los humanos de las granjas vecinas. Siempre podían terminar en el desayuno de alguien.

Los Hombres que Fueron Ganado tuvieron que cruzar todo el país para llegar a la capital. Tuvieron que comer de los contenedores de basura. Tuvieron que pelear con los perros callejeros para marcar su territorio. La Oveja que Sería una Mujer se convirtió en mascota de una anciana, y le robaron un joyero repleto de diamantes.

Los Hombres que Fueron Ganado aprendieron clave morse con un cassette que había robado el Ganso que Sería un Hombre. Aprendieron a comunicarse con los humanos que anhelaban ser. Si lo piensas un poco, alguien debió advertirles de los inconvenientes.

Cuando dominaron el lenguaje, buscaron a un famoso científico. Impartía en la facultad de medicina de mi campus. Era famoso por sus investigaciones en el campo de la clonación y los experimentos con tejidos celulares. Aparecía en debates religiosos defendiendo el darwinismo a rajatabla. Lo había visto en esos debates, y no me agradaba. Parecía tan viejo como esas momias que había visto en los museos cuando llevaba a Amanda. Como si fuera a caerse a pedazos allí mismo, frente a las cámaras y un rabino escéptico.

El Profesor los comprendió. El Profesor había sido soldado en la segunda guerra mundial, así que conocía la clave morse. Y los horrores de los que era capaz una humanidad volatil. Así lo dijo. Volatil. Conocía todas las cosas que el Ganado que Serían Hombres querían derrocar.

El Profesor les dijo que eran radicales. Ellos le dijeron que sólo eran creativos.

El Profesor pasó los siguientes años encerrado en una cabaña con sus sujetos de prueba. El Hombre que Fue una Vaca nos dijo que tuvieron que robar cadáveres. Dijo que el suyo es el cuerpo de un hombre asesinado en un bar por los años cuarenta. Dijo que el Profesor le hizo las modificaciones necesarias para hacerlo pasar desapercibido. Dijo que usó colágeno para cubrir ciertos rasgos distintivos. Como la mujer del talk show y los presidiarios inocentes.

El Profesor descubrió la forma de trasplantar las mentes del Ganado a los cuerpos de los Hombres. El Profesor lo hizo una noche de luna llena. El Profesor uso impulsos electromagnéticos para insuflar nueva vida al Ganado que Sería Hombres.

Nos confesó que pensaron en matarlo. Pero sería caer tan bajo como aquellos que asesinaron a su madre enferma. Dijo que él era muchas cosas, pero no patricida. El Profesor hizo un trato: les ayudaría a confundirse en la sociedad moderna, y a cambio ellos nunca dirían una palabra de lo que el había hecho.

Si lo piensas un poco, es un acuerdo razonable para unos animales de granja que no saben lamer culos institucionales.

El Hombre que Fue un Ganso se convirtió en abogado. La Mujer que Fue una Oveja se convirtió en Profesora de matemáticas y madre de dos niños. El Hombre que Fue una Vaca se convirtió en empleado de una agencia de seguros, con una novia que lo amaba y quería el matrimonio o un coche respetable.

Cuando terminó, yo esperaba una reverencia. Nadie tenía demasiadas buenas preguntas. Una mujer con el cabello teñido preguntó cuando nos iba a soltar. Una mujer con camisa de franela dijo que había dejado el coche mal estacionado.

El Hombre que Fue una Vaca dijo que podíamos hacer que esto durase semanas.

Dijo que su objetivo era destruir la franquicia de hamburguesas. Después, iría a por las cadena de pollo fritos. Y después, por esa línea de quesos y productos lácteos. Dijo que quería colapsar nuestra masacre autorizada. Que quería liberar a las criaturas de dios de su condena como subproductos de consumo básico.

Dijo que con treinta y cuatro rehenes, la franquicia terminaría bajo su poder.

La Mujer con la Camisa de Franela le dijo que era un jodido cobarde. Y él dijo que le bastaban treinta y tres.

El Hombre que Fue una Vaca caminó hasta la zona de juegos. Vació el resto del cartucho sobre el castillo de plástico. Un montoncito de cuerpos se escurrieron por el tobogán con las caras largas. Una mujer con pantalones cortos comenzó a llorar y balbucear. Su marido, su amante, su ex esposo, lo que fuera, le digo que se calmase. Él no estaba llorando. El Hombre que Fue una Vaca dijo que era un precio justo. Que nosotros eramos responsables de la carnívora mecanización de la sociedad posmoderna. El Hombre que Fue una Vaca dijo que esa noche había liberado a los hijos que no podíamos criar. Y a sus hermanos aderezados con mayonesa y jalapeño.

El Hombre de la Corbata Cara quiso hablar, pero alguien lo calló. Supongo que se lo agradecimos. La alarma en el teléfono de alguien anunció que eran las ocho en punto del tercer martes del año. La Mujer con el Cabello Teñido preguntó si le dejaría sepultar a su hijo. El Hombre que Fue una Vaca dijo que nadie le había dado una cristiana sepultura a sus hermanos. El Hombre de la Corbata Cara le preguntó que haría con los cuerpos.

Si lo piensas un poco, es el tipo de cosa inapropiada que no le dices a una Vaca con problemas emocionales.

El Hombre que Fue una Vaca dijo que dejásemos de hablar. Que estábamos haciéndolo peor. Que los medios de comunicación no tardarían en llegar. Que tenía algo grande preparado. El Hombre con Corbata Cara dijo que podían solucionarlo de otra manera. Su voz era firme y segura. Dicen que era un abogado litigante. Nadie fue a identificar su cuerpo.

Amanda me agarró la mano, y yo le besé la nuca. Tenía la cabeza caliente. Recordé la sonrisa del Chico Castaño, y le dije que no hiciera nada estupido. Mi madre dice que no debí decirle eso. Y que de alguna forma nunca fui un buen hermano.

Si lo piensas un poco, es el tipo de cosa inapropiada que no le dices a un doliente.

El Hombre que Fue una Vaca le dijo que se callase. El Hombre de la Corbata Cara se puso en pie, diciendo que podían negociar. Seguir asesinando comensales no iba a devolverle a la Mujer que Fue una Oveja. Así se lo dijo. Comensales. El Hombre que Fue una Vaca le apunto un largo rato, antes de decirle que el no negociaba.

El Hombre de la Corbata Cara le dijo que iba a ganarse una cadena perpetua.

Si lo piensas un poco, se ganó ese balazo.

Se me empezaban a entumecer los dedos, pero Amanda me apretó la mano mas fuerte. El Hombre que Fue una Vaca dijo que nos soltásemos. Ella se negó. Mi madre dice que ese era un buen momento para decirle que la amaba. Y que la perdonaba por haber roto mi chamarra. Que la perdonaba por no recoger su alcoba. Y por todas las veces que me dijo marica después de cortar con mi novia de la facultad.

Pero no soltó mi mano. Fue su última gran hazaña. El Hombre que Fue una Vaca le dio un disparo limpio bajo la nariz. Amanda escupió una bola de bilis. Sus dientes fueron expelidos como una lluvia de asteroides. Su cola de caballo revoloteó como una parvada de gorriones sangrientos. Y bien cocidos por el otro lado.

Amanda cayó a los pies de la Mujer de los Tirantes. A veces creo que quiso decirme algo, pero su boca era un agujero babeante. Alguien me puso la mano en el brazo. Tenía una espesa barba gris y gafas oscuras. No supe que me había levantado hasta que el Padre de los Trillizos se abalanzó sobre el Hombre que Fue una Vaca. No parecía el tipo de hombre que arriesga su vida por los niños de los demás.

Pero tampoco parecía bastante inteligente.

El Hombre que Fue una Vaca le disparó. La primera bala le arrancó los testículos. La segunda bala se incrustó en el tobillo de la Mujer del Cabello Teñido. La tercera bala hizo estallar la caja registradora donde el cuerpo del Cajero Guapo comenzaba a enfriarse. El Padre de los Trillizos tenía la entrepierna deshecha, y el Hombre que Fue una Vaca un poema en su rostro. Se convirtieron en una masa de brazos y piernas que rodaban por el suelo.

El Hombre de la Barba hizo que me tumbara en el suelo. Le dije que debía darle una cristiana sepultura al cuerpo de mi hermana. Y que alguien debía hacer lo mismo con las bolas del Padre de los Trillizos. Él dijo que me callase, y me arrastró en el hueco detrás de la freidora de patatas. Mi madre dice que fue una decisión estupida.

Yo le digo que nadie en el restaurante parecía bastante inteligente.

El Padre de los Trillizos lanzó un aullido de dolor. Cayó sobre los rehenes que no se habían levantado del suelo, y alguien hizo una mueca de asco. El Hombre que Fue una Vaca levantó a uno de los Trillizos por el brazo. Dicen que se lo fracturó. Le metió el cañón en la oreja, y la Mujer del Cabello Teñido le mordió el tobillo, en el mismo sitio donde él le había disparado. A ella se le cayó la dentadura postiza.

El Hombre que Fue una Vaca rugió. La primera bala mató al Segundo Trillizo. Sus tripas ensuciaron la blusa de su madre. La segunda bala cortó el flujo eléctrico. La tercera bala reventó un ducto de gas bajo la freidora. Bajo mis nalgas. El restaurante se tiñó de amarillo, y el pecho del Hombre de la Barba explotó.

Si lo piensas un poco, todas estas historias terminan con una hermosa explosión y una rubia ondulante.

Sufrí quemaduras de tercer grado grado en el ochenta por ciento de mi cuerpo. Lo único que se salvó fue mi brazo derecho y la mitad de mi espalda. Escuché a alguien rezando un padrenuestro. Escuché la palabra “cielo”.

La palabra “voluntad”.

La palabra “ofensa”.

Y un largo pitido, como el de una señal de incendios. Pero el sonido estaba en mi cerebro, en lo mas profundo de mis cortas luces. Si lo piensas un poco, podía ser un monitor cardíaco. O una ambulancia apresurada. O mis tímpanos perforados.

Recuerdo algo frio cayendo sobre mi cuerpo. Recuerdo la sensación de flotar boca abajo en la piscina de mis abuelos el verano en que Amanda perdió sus dientes de leche. Las voces de un escuadrón de bombas con sus radios chisporroteando. Mi cara chisporroteando. El aceite de la freidora me quemó las cuerdas vocales y la mitad de la cara. El resto lo hizo la hermosa explosión.

Cuando traté de abrir mis parpados, crujieron. Como los aros de cebolla que mi hermana no había masticado. Un paramédico rubio me secó las lagrimas con la punta de la manta aislante que me había puesto. Tenía el pelo muy largo y atado en una cola de caballo. Como la de ella. Si lo piensas un poco, parecía una Amanda muy masculina y salvadora.

Si lo piensas un poco, todas estas historias terminan con una hermosa explosión y el ensayo de una rubia ondulante.

Recuerdo los flashes de las cámaras. Las antenas satelitales. Las cámaras y los reporteros y sus grabadoras. El letrero de neón con el logo de la franquicia apagado. El público apostado tras la valla de seguridad, empuñando sus móviles. La silueta de los arboles que no empezaban a florecer. Una luna lechosa y creciente. Recuerdo al Paramédico Ondulante empujando a una multitud que yo no reconocía. Balbuceaba. Mi voz había sido licuada en un pozo inalcanzable. Cuando le pregunté donde estaba el cuerpo de mi hermana, mis labios se agrietaron.

Cuando le pregunté que había pasado con el Hombre con la Barba, me dijo que dejase de hablar.

Cuando le pregunté que había pasado con el Hombre que Fue una Vaca, me sonrió y dijo que había recibido siete disparos de un francotirador. Que no debía tener miedo.

Si lo piensas un poco, es el tipo de cosa inapropiada que no le dices a un estudiante de filosofía achicharrado.

Me trasladaron al hospital general en helicóptero. Había una horda de periodistas y familiares en la sala de urgencias, pero yo no los vi. Mi madre me lo contó después, sentada en mi colcha blanca. Estaba atado a una camilla de plástico, como la que habían usado en la secundaría cuando me fracturé en el baloncesto, y gritaba. Quería que alguien le diera cristiana sepultura a mi hermana. O a las bolas del Padre de los Trillizos, para variar.

El Paramédico Ondulante me dio una dosis de morfina. Quise decirle que no estaba alucinando, que sabía lo que era un ataque de pánico, que mi novia en la facultad tenía personalidad limítrofe, pero mi boca dejó de obedecerme.

Mi boca era el pozo vacuo e inalcanzable.

Recuerdo el ascensor, limpio y grande. Recuerdo que no me dejaban ver mi reflejo en sus espejos, y ni siquiera podía mover el cuello. Recuerdo que me llevaron por un pasillo eterno, por unas puertas eternas, por un quirófano eterno. Mi cuerpo golpeando la mesa de operaciones. Los pinchazos en mi brazo bueno. La mascarilla de oxígeno que se empañaba con mi aliento. Las luces del quirófano que lastimaban. El resplandor de los instrumentos que entraban y salían de mi pecho como hormigas plateadas. Las partículas de carne negra que se desprendían de mis muslos. Los latidos de mi corazón. Podía escucharlos.

Nunca sentí dolor. Ni siquiera en el restaurante. No en la hermosa explosión El Paramédico Ondulante dijo que yo estaba gritando. Pero el dolor era esa niebla helada que te abraza y borronea los contornos de ti mismo. El dolor te convertía en una silueta.

No podía decirles que quería el cadaver hecho mierda de mi hermana. El cuerpecito con el vestido de flores pálidas que nunca fue encontrado.

Removieron ese ochenta por ciento inservible de mi piel. Tuvieron que coserme los labios para que no se cerraran. Tenía todos los músculos de la cara atrofiados. Uno de mis pulmones se había colapsado. Dijeron que tal vez podría volver a caminar después de ir a rehabilitación. Pero siempre preferí la silla de ruedas. Mi madre deja de molestarme cuando uso la silla de ruedas.

Estaba hirviendo. Trataban de regular mi temperatura con bolsas de hielo. La morfina me mantenía despierto, y apostaron tres policías en mi puerta. Mi madre fue la primera en verme al salir de la cirugía. Dijo que tenía un aspecto horrible, y me preguntó donde estaba Amanda. Una enfermera me pidió que no hablase. Una voz respondió por mi: lamentamos su perdida, señora. Así lo dijo. Su perdida. El Paramédico Ondulante se volvió a mi monitor cardiaco. No se me había despegado un sólo minuto.

Mi madre salió de la habitación, y no volví a verla hasta el día siguiente. Tenía una lata de cerveza vacía en su bolso. Si lo piensas un poco, es un duelo ingenioso.

Los médicos y practicantes entraron y salieron de mi habitación por horas. Siempre le pedía a las mujeres que me prestaran un espejo. Uno pequeño. Quería ver mis ojos. En algún lado leí que uno no está muerto hasta que no reconoce su propia mirada.

Todas desviaban las suyas. Todas eran amables y hacían bromas y decían que me había llevado una buena tunda, pero nunca me miraban. Los policías tampoco. Las únicas personas que querían mirarme estaban bajo mi ventana, y querían compartirme con el mundo entero en alta definición.

Fuimos la noticia principal en el noticiario de la noche. El Paramédico Ondulante prendió el televisor por mí. La cámara enfocaba el letrero de neón apagado. Los ventanales derretidos. La nariz perforada del oso que es la mascota oficial de la franquicia. Las patrullas y ambulancias y camiones de bomberos formando una fila india a lo largo de la calle. La escena estaba teñida de azul y rojo. Bien cocida por un lado y sangrienta por el otro.

Había una formación de bolsas negras depositadas en el aparcamiento. Podías ver la matricula del coche de la Mujer de la Camisa de Franela. Si enfocabas la vista, contabas veintisiete bolsas.

El cuerpo del Hombre que Fue una Vaca estaba en una camilla con ruedas, con el rostro resquebrajado, y los fragmentos de su oreja derecha en uno de esos recipientes para muestras de orina.

Cuando entraron a su apartamento, encontraron un filete descongelado y todas las novelas de Terry Pratchet. Encontraron una bicicleta estática. El Hombre que Fue una Vaca tenía un crucifijo que le había regalado su tía en su primera comunión. Pero nunca lo encontraron.

Dijeron los nombres de los sobrevivientes. Dijeron mi nombre. El Paramédico Ondulante me sonrió, y me dijo que no sonriera. Dijeron que el presidente había declarado luto nacional. Que había estallado una revuelta afuera de las ruinas del restaurante. Que una organización filantrópica sin fines de lucro estaba involucrada. Que una actriz vegetariana había enviado un mensaje de apoyo.

Eran las diez y media de la noche del tercer martes del año, y había pescado una infección subcutánea. El brazo malo me hormigueaba. Hormigas plateadas. Un practicante me dijo que lo lamentaba, que no podían administrarme mas drogas, pero yo no sentía ningún dolor.

El dolor te convertía en una silueta. En una silueta que ríe.

La pistola de agua con lucecitas, la pistola de Amanda, apareció en la mesita de noche en el hospital. Estaba chamuscada, con el cañón torcido, y nadie me dijo como había llegado allí.

A la medianoche el Paramédico Ondulante salió, cerrando con llave. Escuché los flashes de las camaras. Escuché el forcejeo de los policías con un camarógrafo necio. Un micrófono crepitando. Escuché la palabra “nobel”.

La palabra “erudito”.

La palabra “monstruoso”.

El decano del hospital entró seguido de un abogado con portafolio. Una especialista en cirugía cosmética. El jefe del area de cardiologia. El jefe del pabellón de quemaduras. Y un hombre mayor con la camisa arrugada y los ojos caídos. Tenía una bolsa de plástico y un colgajo de carne que debía ser su cara.

Se acercó a mi cabecera. Sacó una lampara de bolsillo, y me la pasó por los ojos. Me preguntó si entendía lo que él decía. Parpadeé, y asentí, porque no podía hablar. El de la camisa arrugada se guardó la lampara, y me dijo que lamentaba mucho mi duelo. Así lo dijo. Mi duelo. Quería preguntarle si ya estaban haciéndole la autopsia al cadaver de mi hermana.

Quería un espejo para reconocer mi propia mirada.

El de la camisa arrugada era un científico famoso. Impartía en la facultad de medicina de mi campus. Parecía tan viejo como esas momias que había visto en los museos. Los rabinos escépticos lo odiaban.

Me dijo que tenía una nutrida experiencia en la experimentación con tejidos humanos. Me dijo que actualmente la ciencia había tenido progresos notables en la biotecnología. Que podían regenerar el cien por ciento de mi piel usando celulas madres procesadas. Escuché “membranas”. Escuché “autosuficientes”.

El Abogado me dijo que era una estupenda alternativa, una válida alternativa, pero que el hospital, ni nadie, podía costearla.

El Profesor dijo que había una alternativa diferente. Dijo que había trabajado con tejidos de origen animal para tratar lesiones necróticas y gangrenosas. Que también había realizado trasplantes subcutáneos y cardiovasculares con un éxito asegurado. Que era una alternativa totalmente segura y viable. Que estaba en fase experimental. Y cuando lograse patentar sus resultados, sonrió, su equipo se haría con el Nobel.

Si lo piensas un poco, él era el erudito. Yo era el monstruoso.

El Abogado me advirtió de los riesgos de la intervención. La Cirujana Cosmética me dijo que tardaría un buen tiempo en asimilar mi nueva apariencia. El Decano me explicó que el daño en los órganos de mi caja torácica era casi irreparable. El Cardiólogo dijo que mi corazón podía sufrir un infarto en las próximas diez horas si no firmaba ahora.

Había un sujetapapeles en mi colcha blanca. La tinta de mi nombre seguía fresca.

El Profesor abrió su bolsa de plástico, dijo que había ciertas especies cuyos tejidos resultaban compatibles. Dijo que podíamos ayudarnos uno al otro. Sacó un recipiente transparente, y me preguntó si sabía lo que había adentro.

Había visto uno cuando era niño, en una excursión de la escuela a una granja. El encargado nos explicó que partes resultaban útiles para consumo humano. Las había puesto en bandejas de metal, y nadie quiso tocar los riñones. Los intestinos hicieron vomitar a un par de niñas. La bandeja del centro nos sacó un grito de asombro.

Era el corazón de una vaca.

La llamaron “intervención de trasplantes bioequitativos”. Terminó a las seis de la mañana, pero yo desperté hasta las nueve. Me habían quitado las bolsas de hielo y la mitad de sondas que colgaban de mi brazo bueno. Mi colcha blanca ya no estaba. Ahora tenía sabanas azules. El Paramédico Ondulante estaba a mi lado, en un taburete. Tenía el periódico de hoy. La masacre del restaurante estaba en la segunda página.

Yo era la primera plana.

El Profesor nunca volvió a verme. Envió a su secretaría con una canasta de frutas y un libro de poemas que había escrito su nuera. En la tarjeta, y en el libro, decía “bienvenido a una nueva vida”. Lo mismo escribió el Pirata Morgan cuando me envió una copia de su libro.

Si lo piensas un poco, es el tipo de cosa inapropiada que no le dices a un posmoderno Prometeo.

El periódico decía que habían reemplazado casi la totalidad de mi piel con tejido vacuno. Que lo habían sometido a un proceso químico con tres décadas de desarrollo para que fuera compatible con mis celulas. Mi corazón, mi pulmón izquierdo y mi aparato urinario habían pasado por misma intervención. Decía que el Profesor y su equipo tenían el Nobel asegurado. El Profesor declaró que lo mas importante era que yo, Su Paciente, había superado la adversidad de ese día aciago.

Creelo o no, fue la primera risa de mi nueva vida.

La rehabilitación comenzó tres días después. Me llevaron en ambulancia a un centro especializado. Mi madre iba en el asiento del copiloto. Mi madre había firmado la autorización porque mis dedos estaban inservibles. Mi madre dice que fue la mejor decisión de mi vida.

Empecé a hablar en la primera semana. Mis labios estaban secos todo el tiempo, y llevaba zumo de zanahoria a todos lados. Lo primero que pregunté fue si le habían dado cristiana sepultura al cuerpo de Amanda.

Ninguna enfermera me quiso prestar su espejo.

Por las tardes, me llevaban a terapia grupal. La mayoría eran parapléjicos y lisiados. Era el único del pabellón de quemados. Y era famoso. Antes de comenzar, debía tomar una píldora con calcio y hierro. Para asimilar los nutrientes de los injertos.

Eran azules y rojas. Bien cocidas por un lado y sangrientas por el otro.

Los mismos días que mi madre llevaba pudin de vainilla, el Paramédico Ondulante me visitaba. Nos sentábamos en la sala de televisión, y veíamos películas sobre hermosas explosiones y rubias. La Madre de los Trillizos recibió la llave de la ciudad y una medalla póstuma en honor a su marido. Tuvo quemaduras de primer grado y un cardenal en la mejilla. Cuando el alcalde le permitió decir unas palabras, la Madre de los Trillizos preguntó quien iba a honrar la memoria de sus hijos.

Claro que eso no salió en televisión. Mi madre me lo contó después de una resonancia magnética. Y el Paramédico Ondulante después de trabajar mis deltoides en las pesas.

Por las mañanas me llevaban a las caminadoras. La secretaria del Profesor venía de vez en cuando, y decía que me enviaba saludos. Un día le pregunté si podía escribirle una nota. Usé el papel de la clínica para preguntarle si había conocido una vaca, un ganso o una oveja en su juventud.

Si lo piensas un poco, es el tipo de cosa inapropiada que nunca es respondida.

Salí dos meses después de mi ingreso. La banda de reporteros no era ni la cuarta parte de la que me despidió en el hospital. Todavía tenía los labios secos, y no sentía los dedos de los pies. Sufría indigestión y visión borrosa, y nadie me quería prestar un espejo.

Volvimos a la casa de campo que mi padre nos dejó antes de morir. Cuando llegué, la alcoba de Amanda ya estaba vacía. Le pregunté a mi madre donde estaban los peluches de su cama. Si les habían dado cristiana sepultura.

Mi madre mandó desmontar el gabinete del baño.

El Paramédico Ondulante siguió visitándome cada semana. Me llevaba los periódicos y las revistas que mi madre se rehúsa a tirar. La Mujer del Cabello Teñido tuvo que ser operada para sacar la bala de su pierna. Dicen que tuvieron que amputársela después de todo. Una vez creí verla en una frutería, pero tenía sus dos piernas. Y parecía triste.

El Pirata Morgan había estudiado letras inglesas. Le dije a mi madre que él se había desmayado antes de la explosión. Que el no pudo salvar a los niños del area de juegos. Le dije que era un farsante. Que su libro era una farsa.

Mi madre dijo que yo era un envidioso. Y que lo empeoraba siendo un cobarde.

Si lo piensas un poco, es la cosa apropiada para una conversación como esa.

La masacre del restaurante apareció en los anuarios que se venden en los quioscos. Después hicieron la película. La Madre de los Trillizos y la Madre del Epiléptico exigieron que se cancelara, pero el Hombre que Fue una Vaca era interpretado por un ganador del Oscar.

Hace una semana, mi madre me cortó las uñas, y me llamó una directora de contenidos. Querían hacerme una entrevista para el talk show de la mujer con los labios de colágeno. Dijo que sería una semblanza a un año de la tragedia. Mi madre le dijo que estaríamos encantados de recordar a mi hermana. Vendrán a hacer la entrevista a nuestra salita en siete días.

Esa noche, vomité en mi baño remodelado, y una chica me llamó. Me dijo que estaba en la clase de Profesor, y quería escribir su tesis sobre mi caso. Dijo que a ella le habían extirpado una hernia. Que comprendía mi dolor.

Pero si el dolor, le dije, el dolor te convierte en una silueta. En una silueta que ríe.

El Paramédico Ondulante le pidió matrimonio a mi madre el día que mi hermana cumpliría doce años. Mi madre estuvo llorando toda la tarde, acariciando el anillo de rubí y una foto de Amanda donde yo no aparezco.

El Paramédico tiene veintidós años. Y se ha cortado el pelo.

Son las tres de la tarde del primer martes del año, y un reportero aparece en el porche. Lleva una gabardina sin bolsillos y un aro en la nariz. Me enseña sus credenciales, y dice que prepara un tributo a los sobrevivientes. Trabaja para una revista de espectáculos que yo he comprado por las recetas de cocina.

El reportero enciende su grabadora, y me dice que no, que no tiene un espejo. Pero que puede invitarme un cigarrillo.

El grafólogo de la policía, el que sale en televisión antes de una película con hermosas explosiones, dice que el asesino del restaurante no presenta los caracteres propios de un sociopata. Que en cambio se distingue por ser una persona paciente y un buen conversador. Que tiene un cierto talento reprimido. Que es un defensor de su propio conservadurismo. Que reniega de las opiniones estrambóticas.

Así lo dice. Estrambóticas.

Cuando termina, empieza un segmento musical con una banda en pro de los derechos de los animales. Tocan I Want the One I Can't Have, de The Smiths, con gorros de cumpleaños.

Amanda me decía anciano por escuchar esos discos.

El reportero dice que hubo una nota de suicidio. “No tengo demasiadas preguntas” recita, y me pregunta que me gustaría decirle al Hombre que Fue una Vaca.

Si lo piensas un poco, sólo un poco, La Vaca que Fue un Hombre tampoco tiene demasiadas respuestas.

octubre 11, 2010


(arriba) Empty Diner, de Shannon Hourigan.
BTW, es mi fotògrafa favorita.

cosas al azar (2).



(1) Mi novela favorita de todos los tiempos es, creo, The Lord of the Flies, de William Golding. Y no tengo un ejemplar entre mis montones de libros. Creo que debo corregir eso.

(2) Los actores de las pelis de Chucky lo tenían muy fácil. Colgarte un muñeco de plástico del cuello y tambalearte por todo el set como un pendejo, y encima que te paguen por eso... No sé si eran perdedores o los putos amos.

(3) Acabo de escribir Querido Morrisey. Trata de ganado sobrenatural, mass-murderers, injertos de piel y ancianas nihilistas. Tiene diecisiete páginas, y de todos los cuentos que he escrito, es el mejor. Así, de plano. El mejor. Soy el mismísimo Lovecraft, carajo.

(4) Son las dos de la madrugada, y todavía no tengo sueño. Pero ya no tengo nada que hacer. Ni tengo ganas de leer. De pronto ya no me gusta tanto leer novelicas en la compu. El problema es que soy pobre y desgraciado, y comprar libros para mi es como coleccionar Cadillacs.

(5) Tuve un sueño extraño hace unos días. Recuerdo que me desperté aturdido. Recuerdo que había arena. Joder, no recuerdo todo lo demás. Odio tener esos viajes oníricos geniales sin necesidad de atascarme de valiums y no recordarlos a la mañana siguiente. Creo que empezaré a dormir con un cuaderno bajo la almohada.

(6) Ahora que lo recuerdo, una vez soñé con un orgasmo. Weird, i know. Había querubines encerrados en cajas multiformes y multicolores. Tenían instrumentos de cuerda, y tocaban al ritmo de una ventisca azul que agitaba un prado de arboles mecánicos. Todo era un ruido insoportable. Un día lo filmaré en un videoclip. Cuando llegue a NY y me haga confidente de una bandita de rock progresivo.

(7) Siempre estoy escribiendo cartas que nunca mando. En un universo mas feliz, las encontrarían en unas décadas y las publicarían cuales Cartas a Milena para su exhaustivo y cojonudo análisis. El problema es que nunca las termino. Y técnica y literariamente son estupendas. La última se la escribí a Fajardo sin motivo alguno, y no sé donde terminó.

(8) Si lo piensas un poco, soy alérgico y adicto a las frases en estilo directo a partes iguales.

(9) Crisisdeidentidad me pone entre la espada y la pared, por muy sexual que suene.

(10) Hoy me sentí con ganas de vestirme estupenda y particularmente bien. De tener un estilo aparte de los mismos jeans todo el mes y las mismas dos playeras repitiéndose hasta que el suavitel la haga mierda. De repente me imaginé comprando sombreros y cosas de ese tipo. Creo que estoy muy mal.

(11) El dolor te convierte en una silueta. En una silueta que se ríe. Amén.

(12) Ya no me interesa tanto tocar el violín. Ahora quiero tocar el cello. Lo hice unas pocas veces con el de Susan, y es muy incómodo. Supongo que sería cosa de acostumbrarme. O comprometerme. O whatever.

(13) Vi Hard Candy otra vez. Acabo de notar que el guión fue escrito por un chimpance con reumas y que no ha pasado la adolescencia que se hace llamar Brian Nelson, pero la película sigue siendo magneeefica. Es uno de esos raros casos donde el director y los actores salvan un libreto deficiente. Ah, y la fotografía es la putísima leche. Por eso puedo verla todo el día y no calarme.

(14) Mi madre insiste en que las serpientes atacan por instinto. Yo le digo que no, que sólo atacan si son provocadas. Que lo he leído en algún lado y no recuerdo dónde. Ella dice que no. Y yo le digo que nosotros no somos tan diferentes. En realidad, somos peores.

(15) Me gusta caminar por las carreteras que llevan hasta mi Sofisticado Pueblo. A veces soy el único cretino transeunte por allí, y los camiones y los autos me mientan la madre y dan bandazos. Y créanlo o no, me encanta. Cuando esté en NY, será una de las pocas cosas que voy a extrañar.

Aunque NY tiene sus barrios bajos. Tiene el Harlem. Tiene Queens. Mis necesidades de senderista profesional estarán cubiertas.

(16) Nunca silbo o tarareo en público. O canto la canción a voz en cuello con una coreografia completa, o nada. No me gustan las medias tintas.

(17) ¿Por qué es mas fácil comprarle regalos a una novia que a un novio? No lo entiendo.

(18) Un día, confío en que las circunstancias me terminarán poniendo en un teatro de Broadway interpretando al Dr. Horrible. With my freeze ray i will stop.... the world. (1)
(19) Okey, si no me hubiera mudado a este jodido pueblo, nunca habría escrito como estoy escribiendo ahora. No habría escrito Querido Morrisey. Supongo que eso se agradece.

(20) ¡Eh, tú! ¡Si, tú! No sé como los demás pueden fijarse en alguien que no seas tú. (Ya lo dije, y no me cansaré de repetirlo.)

(21) No sé porque ya quiero que sea abril. Aparte de NY, claro.

(22) Es gracioso vivir en un país que fue comandado por un tipo que podría decir que Shakira ganó el Pulitzer y que nadie lo corrija.

(23) Me gusta hacer la britneyseñal. Chance y que lo graben en mi lápida.

(24) Ya son las dos y media de la madrugaga (2), y sigo sin tener sueño. Por lo menos ya perdí media hora escribiéndoos estas sandeces. See u later.



(1) ¿Ya dije que odio a Neil Patrick Harris por ser tan super?
Bueno, pues eso. Lo odio por ser bonita.


(2) Eso fue una error de dedo. Pero, jaja, si hacen un rave
con remixes de la Germanotta, que se llame así. MadruGaga.


(arriba)
Melody of You, de Boo756.

i kiss you in the brain.



Hoy no tengo tiempo para postear. Okey, si lo tengo, pero estoy en mi época prolífica como escritor... En realidad sòlo me conectè a averiguar algunos detalles sobre los trasplantes de piel. So, entradica ràpida y me largo. Chuck Palahniuk, again (maravilloso ìdolo joputa), dice que ningún Arte nace de la felicidad, y si me lo preguntan, el bastardo tiene razón. Igual la Rosenvinge, con eso de "se puede renacer sólo tras la humillación". Amén.

Empiezo a creer que toda la mierda de estos meses empieza a tener su lado bonito cuando a cada respiro empiezo a fabricarme una historia nueva. Nuevos personajes que torturar. Nuevas ideas que pervertir. Nuevas felicidades que retorcer. Si no leyeron mi cuento posteado ayer, pues leánlo por acá, y se hacen a la idea de lo que hablo.

Artaud dijo que nunca nadie ha creado, escrito, esculpido, o fabricado sino para salir del infierno. Y yo le pongo un laaargo amén.

Si no me entienden, esperen a the next week, cuando publique mi otro cuento sobre ganado sobrenatural y mass-murderers. Por cierto, ese cuento se llama Querido Morrisey. Espero crìticas crueles y cortavenas. Gracias.

(1)

I kiss you on the brain in the shadow of a train
I kiss you all starry eyed, my body's swinging from side to side
I don't see what anyone can see, in anyone else
But you

Here is the church and here is the steeple
We sure are cute for two ugly people
I don't see what anyone can see, in anyone else
But you

(...)

Up up down down left right left right B A start
Just because we use cheats doesn't mean we're not smart
I don't see what anyone can see, in anyone else
But you

You are always trying to keep it real
I'm in love with how you feel
I don't see what anyone can see, in anyone else
But you...

(1) versión Screenatorium. Me late mas que la de
The Moldy Peaches. Y, por favor, ya superen
Juno, holy shit.

(arriba) artwork de Etienne M. para la banda Screenatorium.

HOTEL.

(Normalmente, tengo en el tintero unas seis o siete historias diferentes e inconclusas. Casi siempre las pongo en coma después de las 3,000 palabras. Es en ese punto cuando no sé si será un cuento, una novela corta, o el Ulises de nuestra fuckin' época. De alguna manera
me trago eso de que la vida es larga, y confío en mi desequilibrada memoria para terminar de escribirlas a la postre.

Cuando me trabo en mi historia principal, que ahora viene siendo Los intrusos, me pongo a escribir cual poseso sin pies ni cabezas. A veces las ideas con las que ejercito el musculo terminan siendo mis favoritas. Este cuento lo escribí ayer a las cuatro de la madrugada. Todavía no sé que hacer con él, pero me mola muchísimo. Gócenlo.)





HOTEL
por Yess K


Hoy, el chico que moja la cama me ha dicho que soy su hijo.

Me dijo que habíamos escapado de nuestro planeta natal. Que mi madre de dos cabezas había muerto en la explosión que nos lanzó a un campo de trigo, donde me crió durante los primeros años para reprimir mis poderes telequinéticos. Me dijo que yo había nacido programado para ser un arma de guerra. Que el me amaba demasiado para dejarme morir en manos del imperio sideral que quería usarme para dominar el universo.

Cuando le pregunté como podía tener catorce años y ser padre de un pedazo de escoria que ha cumplido los dieciseis, me dijo que mi crecimiento fue acelerado. Por lo tanto, la escoria crece al ritmo de una flor. O de los perros. O de los parásitos intestinales. O de la guerra en medio oriente. O todas las anteriores.

Ya no recuerdo cual crece mas rápido. O cual se muere antes.

Después vinieron los tipos con uniformes caquis, y lo arrastraron a la celda acolchada. Aunque no lo creas, de verdad existen. Siempre creí que era un invento de las películas para adoctrinarte a que no corrieras desnudo por la autopista. O empezaras a morder a todos los asistentes de un museo para salvarlos de una invasión de nanobots. O te hicieras pintadas obscenas en la nuca para desfilar por la iglesia. O todas las anteriores. La celda acolchada mide cuatro por cuatro, y los cojinetes están rayados y lustrosos de tantas manos que han golpeteado su amarilla superficie. Es como si te metieran en un queso gigante.

Te conviertes en el parasito estomacal que viaja a traves de los lacteos. O eso dice la chica que se come sus propias sábanas.

Por si te lo preguntas, nunca he estado en la celda acolchada. Si sigo escribiendo tan bien como ahora, probablemente nunca lo estaré. Ni siquiera en mi propia habitación. La máquina de escribir está atornillada a una mesita con los bordes redondeados, y la mesita está en la sala de entretenimiento. Cuando la trajeron, seguro nadie consideró que un escritor podía terminar encerrado aquí. Lo cual me pone a pensar que son idiotas, porque cualquier en sus cabales sabe que un escritor digno de serlo pasa sus últimos años en un psiquiátrico. Y cualquiera en sus cabales sabe que entretenimiento no incluye salvar tu cordura y eslabonar lo poquito que queda de ella entre tus neuronas aporreando una máquina de escribir que nadie de verdad sano puede considerar un puto procesador de textos.

El punto es que casi nunca estoy en mi propia habitación. Me dejan dormir en la sala de entretenimiento, porque allí puedo escribir. Cuando me dieron lapices y papel para poder trabajar en mi cuarto, ese chico al que persiguen los satélites rusos me los quitó para armar un interceptor de alta frecuencia. Ademas, me lo gané ayudando a los recién ingresados. Sobre todo a los pequeños.

Por si te lo preguntas, nadie aquí tiene la edad suficiente para conducir.

Así que las noches suelen ser un martirio. Hay chicos que todavía no se creen que tienen diez años, y siguen lloriqueando como si tuvieran la teta de su madre en la boca. Hay dos niños ferales, un él y una ella. Los encontraron en el sótano de una fábrica abandonada. No han dicho una sola palabra, y en realidad no han hecho un sólo movimiento que no sea parpadear. Son como los zombies de las películas, y le dan miedo a los otros niños.

Yo comencé a cuidar a los pequeños cuando el doctor M., mi médico, dijo que podía tener una habitación mas grande. Dijo que mis cualidades como líder natural podían ayudarlos a adaptarse. No sé de donde sacó eso de líder natural, pero me gusta. También dijo que podía enseñarles a hacer cosas. Podía enseñarles a escribir. A leer sus propios cuentos. A pintar. A participar en la banda. Me dijo que mis aptitudes artísticas podían ayudarlos a cooperar. Y a cambio, iban a darme una habitación mas grande. Tal vez con una ventana, o una ducha. O todas las anteriores. En mi ala, tenemos que ducharnos por turnos a las ocho de la mañana. Creo que por eso acepté. Ni siquiera le pregunté si consideraba muy desgraciado todo eso de la mafia en el hospital. O donde se había metido su escala de residentes.

Los pequeños llegan casi siempre los martes. A veces llegan uno a uno a lo largo de la semana, cuando los servicios sociales están de vacaciones o algo parecido. Pero los martes siempre son el día de los niños. Nunca son mas de tres. A veces sólo es uno, el suficiente para que esa chica que se practicó un aborto con unas pinzas de pan y luego guardó el feto en su nevera chille de alegría, y corra a besarlo y acunarlo. A los niños les gusta esa chica. Yo nunca les digo nada de lo que hizo.

Nunca les dice nadie nada de lo que hemos hecho.

Los hospedan en la planta baja. En las alas cerca del vestíbulo. Es lo mas seguro en caso de evacuación. Debe ser que los locos pequeños tienen un ápice de futuro mas que los locos viejos, los que ya pasamos de los quince y tenemos delitos graves y bien justificables en el expediente. En teoría pueden vestirse como quieran, con la ropa que el hospital compra por montones a las tiendas de saldo. Pero siempre tienen el mismo conjunto de jeans deslavados y camisa blanca. Casi todas las niñas usan sueter, y nadie les pregunta porque. Yo intenté hacerlo, pero sólo hice temblar a esa niña que se robó todos los animales de una granja y los escondió en su habitación para salvarlos del desayuno.

La chica que le cercenó las manos a su abuelo mientras dormía siempre les da el tour por el hospital. Y siempre empieza por la sala de entretenimiento. La de los pequeños. Hay una diferente en cada piso del hospital, y yo debo esperar en esta, la de los cubos de colores y los grandes televisores y las ventanas con vitrales de soles y prados verdes y prodigiosos. Siempre tengo un caballete con un lienzo colorido. Siempre es el mismo lienzo sin terminar. El del muelle con los dos borrachines pescando a la luz del atardecer. Los borrachines terminan siendo un padre abusivo. Un sacerdote sádico. Un maestro enamorado. Un hombre con bigote en una camioneta con las ventanas tapadas. El tipo al que le dispararon en la cara con accidentada intención. O todos los anteriores.

Cuando los pequeños llegan hasta mi, a mi caballete y mis acuarelas resecas que he humedecido en el lavabo, les sonrío. Les doy la bienvenida, y les digo que esto no es tanto un hospital como una aventura. El doctor M. me dijo que dijera eso. Que sonaba muy bien, y los hacía sentir mas seguros. No sé quien le habrá dicho eso, pero a mi me da escalofríos de sólo pensarlo.

Siempre hay un niño, o una niña, o todos los anteriores, que se acerca al caballete. Siempre es el mas tímido de todos. O el que es un futuro prodigio de la pintura. O el que es un futuro gran fotógrafo que nunca lo será. El que pintaba con los dedos en las paredes de su alcoba. Nunca te dicen esas cosas, pero me imagino que cuando yo tenga hijos, y terminen en su propio hospital, serían esa clase de niños.

No tengo que seguir hablando. Les ofrezco la bandeja de las acuarelas, y tal vez les doy un pequeño empujoncito. Entonces agarran el pincel, el mas inapropiado, y trazan una sola línea. Terminan el reflejo de una nube sobre el mar. O comienzan el ala de una gaviota. O rellenan la cara del borrachín numero uno. O le ponen mas color a los tablones del muelle. Nunca todos los anteriores. El lienzo jamás estará terminado, y tiene unos dos mil autores diferentes. O eso dice el doctor M., después de inquirirle cuantos niños han estado como internos por aquí.

Después de las primeras semanas, de los primeros aspirantes a pinturas y su única obra maestra de una pincelada, me dan una habitación mas grande. Los pequeños, dice el doctor M., se muestran mas activos en las clases de arte desde que yo les doy la bienvenida. Desde que me acerco a ellos en un buen momento, un mal momento, o las dos anteriores, y le pregunto si no le gustaría ayudarme con mi cuento. O si le gustaría ayudarme a hacer las fotos de ese naranjo en la ventana. El doctor M. me consiguió una cámara digital. Puedo hacer todas las fotos que quiera, pero debo entregarle la cámara al final del día. Al día siguiente, todas las ilusiones en alto formato digital han desaparecido, y la tarjeta de memoria está limpia. Nunca le pregunto que hace con ellas.

La habitación que me dan tiene, si, una ventana. Da al estacionamiento del personal, a un trozo de jardín y a una cerca alambrada, pero no puedo pedir mas. Tal vez que muevan la máquina de escribir a mi cuarto, puesto que soy el único que la usa de verdad, pero podría usarla para romper la ventana y los barrotes electrificados y el panel der plexiglas. Supongo que el resto de mi vida será de un paso a la vez.

Por si te lo preguntas, tampoco es como si hubiese sido muy afortunado antes de convertirme en un huésped.

El Chico que Moja la Cama ha regresado a la sala de entretenimiento. Tiene el pelo revuelto, la ropa del revés, como si lo hubiesen metido a una licuadora. Si haces cuentas, ha pasado mas tiempo en la celda acolchada que en sus clases. En la escala de internos del doctor M., este chico está en la categoría de “problemático”, subcategoría “potencialmente peligroso”.

El chico se llama Bill, y es mi mejor amigo. Y mi padre. Mi fabricante de laboratorio. A veces soy su padawan. Hace dos días, fui su copiloto durante la segunda guerra mundial. La semana pasada, el abogado de su divorcio con una actriz famosa después de que ella lo atacase con un taladro. El mes anterior, el asesino del traje purpura que acabó con su familia. La semana de talentos, fui su conejillo de indias para una fallida máquina de volar. Mi primer día en el hospital, fui su entrenador de patinaje magnético para las olimpiadas de invierno.

Mañana puedo ser todas las anteriores.


(arriba) Monsters in my Head, de hiimlucifer. Es mi amigui, y soy su fans.

you're nooot David Bowie.

Mientras me hago millonario, y pueda costearme un castillo lleno de conejitas playboy (1) y un cuarteto a lo Kronos Quartet que me toque piezas de George Crumb todo el día (2), no me puedo comprar muchos disquicos originales. Menos box sets de esos que te hacen salivar y te meten el subdesarrollo por el orto cuando ves los precios.

El punto es, que Tori Amos, a la que dios le sirve de cambiador de páginas, tiene un boxset llamado A Piano: The Collection. Acabo de bajarlo, e ignorando que la mitad de los tracks son las mismas canciones de todos sus discos que ya me sé de memoria, la otra mitad son canciones raricas, b-sides, remixes y cosas que sólo le he escuchado en vivo. Y si, detesto los lives.

Como hoy no tengo ganas de escribir (okey, si las tengo, pero estoy ocupado torturando y defecando sobre el narrador de mi novela), hoy sólo posteo a mi personal jesus catando que ella, maldita sea, no tiene la culpa de que no seas... ¡DAVID BOWIE!



P.D: En realidad, posteo para celebrar que aprendizdesamsa ha llegado a los 50 seguidores antes de su primer cumpleaños. Hartos tenquius a los ahora cincuenta eventuales lectores asiduos de mis casuales tonterías y buzones de quejas y sugerencias bajos en grasa. Jamón york y zydrate para mi legión de fanses.


(1) ...es que mi nuevo ídolo es Jackson James. Está en la pinche plenitud del poder.

(2) ...es que me mata el Black Angels. Y Eyes Wide Shut es una de mis pelis favoritas de todos los tiempos, y el cenit de mis fantasías lejaneróticas que nunca se cumplirán.

feliz cumpleaños.

Hoy cumplo veinte.
Si consideras nueve meses de gestación y otros pocos desde que puse un unicelular pie en el mundo, en forma de un masculinísimo óvulo.

Usualmente, mis cumpleaños pasan como la mierda en un canal de desechos. Pero este año tuve muchos saludicos y buenas vibras, y aunque no tengo ningún buen motivo para celebrar (porque, aceptémoslo, este ha sido un año de mierda), supongo que no viene mal ponerle unas pocas y cachondosas sonrisas al día en que finalmente vi la sucia luz de un quirófano, y me di cuenta que después de nueve meses intentando salir (o siete, ya no lo recuerdo, era muy, muy pequeño), pasaría el resto de mis días tratando de volver.

Como sea, autocelebro mi grandeza enviándome a la Monroe y sus labios de kiss, kiss, bang, bang.


A continuación, una lista de regalos para aquellos lo bastante generosos para celebrar mi grandeza (léase un suspiro de frustración):

1) una carrera en Artes visuales/Psicología/Criminología/Realización Cinematográfica/Letras Inglesas/Fotografía/Biblioteconomía/Diseño.

2) un empleo. De preferencia dignamente remunerado, o lo suficiente para conseguir 20,000 dólares en el lapso de seis meses y no tener que lavar platos en un restaurante cantonés acosado por sanidad en el Harlem de NY.

3) las novelicas de Chuck Palahniuk es inglés. Con esos copadísimos cover arts que brillan en la oscuridad y hacen mas cosas que una BlackBerry.

4) el score de The Social Network. En realidad, cualquier disco en vinilo de Nine Inch Nails es bien recibido.

5) flores. Si, bastardos, siempre he querido recibir flores. De preferencia rosas azules. Me encantaría comprobar empíricamente que no sólo existen en las tarjetas de felicitación.

6) una caja de aspirinas. Ya se me acabaron. Y anfetaminas.

7) una laptop. En específico una MacBook. Con mouse inalámbrico. Odio los puñeteritos paneles que se supone son más prácticos que un mouse DE VERDAD.

8) un acompañante jocoso al toquín de Arcade Fire. Si alguien tiene huevos para ir al de Emilie Autumn y soportar mis probables ataques de epilepsia, felicidades. No digo nada sobre el de Roger Waters: sólo quienes estén en coma faltarían.

9) un Mini Cooper. Seguramente no lo conduciré porque amo con todos los dientes las venturas del transporte público, pero molaría tener uno. Negro. O rojo. Es el coche perfecto de los sufridos y los yuppies.

10) sexo. Buen sexo, por el amor de Satán. Y no sólo juegos preliminares. Y no sólo "perdón, me corté mi uñita con la hebilla del cinturón" o "¿no quieres un nestea antes de empezar?". Okey, ignoren eso. En realidad sería un experimento para saber que tiene de maravilloso el coito de cumpleaños. Nótese que estoy en proceso de entrar al absoluto celibato.

11) unos cascos de DJ. Y un sintetizador Korg. Y si les sobra cambio, un controlador MIDI de ocho canales. Hay un compositor de música house/noise dentro de mí a quien mi madre ahoga con lo mejor de Mocedades.

12) un violín eléctrico. Y su correspondiente amplificador.
Ya me cansé de tocar en barroco.

13) una fragancia Nike. Es la única que refleja mi laberíntica y oscilante personalidad... bazzinga.

14) un montón de ropa negra de rebaja. Esa que venden en montañas incalculables de ropa y son devoradas por señoras con blusas de terciopelo cual chacales.

15) helado de vainilla. Con unos doce litros bastará.

16) una cámara Lomo. O una estenopéica. O si te salvé la vida previamente, una cámara Nikon.

17) una libreta Moleskin. Nadie es escritor de verdad hasta que no garabatea en una puta Moleskin, señor@s.

Okey, pasemos a lo importante. Esto es, el punto final. Au revoir, Soshanna.


P.D: Janis Joplin murió un 4 de octubre. En 1970. Eso me hace importante.