Querido Morrisey.

(Oficialmente, estoy fuera de mi jodido bloqueo de escritor.
Con una sola frasecita escribì en dos dìas mi primer relato completito en dos años. Mi mejor relato, por cierto. No tengo que ser modesto: es un cuento excelente, y lo sè. Enjoy it, y dejen muchos comments despiadados y crudos. Sòlo asì puedo saber si hice algo bien.)




Querido Morrisey
por Yess K


A Eduardo.
Porque un día le dará
diamantes a los cerdos.


El Hombre que Fue una Vaca tenía la panza blanda y sedimentada. Tenía los ojos minúsculos e inexorables. Una sola linea de cabello le crecía debajo de las orejas, y las orejas estaban tan bien formadas que cuando encontraron los trozos creyeron que eran de una mujer. Vestía una playera polo estrechando su cuerpo flaco. Cuando lo veo en las fotos de archivo me hace pensar en la boa que se comió un elefante. Tenía una gorra que quedó hecha pedazos cuando el francotirador le voló la tapa de los sesos. Nunca encontraron el crucifijo que le regaló su tía en su primera comunión.

El Hombre que Fue una Vaca dejó una nota en su apartamento, antes de cargar la glock cuarenta y cinco y tomar el metro hasta el restaurante de hamburguesas. La nota estaba escrita a lápiz, y un grafólogo de la policía aparece en televisión para estudiarla; dice que su caligrafía tiene los rasgos característicos de una persona protectora y servicial. Que es un perfeccionista y no tiende a ser impulsivo. Que tiene una estrecha relación con su padre y que es un entusiasta de su auto glorificación.

La nota decía: “no tengo demasiadas preguntas”.

Fue un martes. Por la noche pasarían ese talk show con la mujer del pelo rizado y los labios de colágeno. La que se agotaba los sinónimos de una sola palabra antes del corte a comerciales. La que entrevistaba a presidiarios inocentes y cosas de ese tipo. Amanda tuvo su clase de piano una hora antes, porque su maestro tenía un concierto esa noche. La recogí a las seis, y le sequé las lágrimas con la esquina de esa partitura que no había podido tocar. Le pregunté si a lo mejor una hamburguesa con tocino y patatas dobles podían sacarle una sonrisa.

Y si, la sonrisa emergió como una lánguida nota que nadie puede escuchar.

Era el restaurante de una franquicia. La de los combos semanales. La de las frases celebres en los sobres de mostaza y salsa catsup. La que te rellenaba el vaso si lo comprabas en tamaño jumbo. La que estuvo a punto de quebrar porque una mujer encontró un dedo humano en su sandwich de pollo. Cuando dejé la carrera, había buscado trabajo en uno de esos restaurantes, y me enviaron un e-mail diciendo que lamentablemente no cumplía con todos los requisitos, y que el cuarto de libra estaba al dos por uno, promoción válida hasta el treinta de marzo.

Si lo piensas un poco, una carrera en filosofía no te prepara para los retos de la comida rápida.

Mi hermana dijo que no tenía hambre, pero pidió un combo extra grande, con el juguete incluido. Pidió aros de cebolla en vez de las patatas. Y la hamburguesa bien cocida por un lado y sangrienta por el otro. Nunca le hacían caso, pero era gracioso cuando la escuchabas. También pidió un sundae de caramelo, y yo ordené un paquete de nuggets con salsa de barbacoa. Pagué dieciséis con setenta y ocho centavos, con la tarjeta de crédito de mi madre. Encontré el recibo en el hospital, antes de comenzar la rehabilitación. La enfermera quería quitármelo, pero mi madre dijo que no podía hacerme daño. No demasiado.

Amanda rompió la bolsa con el juguete adentro. Era una pequeña pistola de agua con lucecitas y una planilla de stickers. Era el tipo de cosa inapropiada que no le das a una pequeña adolescente.

Nos sentamos al fondo del restaurante, cerca del area de juegos. Tenía once años, y sus ojos rodaban hacia los toboganes y los tiovivos y las tirolesas. Entonces recordaba que era una joven aprendiz de señorita, y se limpiaba con las toallitas húmedas que no dejó de usar cuando salió de la primaria.

Recuerdo que me dijo cerdo por comer con las manos sucias. Recuerdo que eso fue lo último que salió de sus labios.

El Hombre que Fue una Vaca entró al restaurante a las siete y media en punto. O eso dicen los periódicos. Y los noticieros. Yo recuerdo que era mucho mas temprano, pero tal vez eran las luces de halógeno que colgaban del techo enrolladas de serpentinas. Tal vez estaba colocado. Tuve que dejar las anfetaminas para empezar mi tratamiento.

El Hombre que Fue una Vaca entró por la puerta de servicio, y disparó a una chica con delantal. La bala le perforó un pulmón, y murió desangrada antes de que entrasen los paramédicos. La segunda bala convirtió el ojo derecho del gerente en una pulpa acuosa y humeante. El gerente apareció en las entrevistas con un parche en el ojo, y le pusieron un sobrenombre que no prosperó. Pirata Morgan, le decían.

La tercera bala rebotó en un estante de acero galvanizado, haciendo añicos el tubo luminoso sobre la parrilla. La lluvia de cristales sisearon sobre el aceite viejo. La cuarta bala atravesó el cuello de uno de los cajeros, el chico guapo que quería coquetear con las adolescentes que iban en nuestra fila. Le cortó la arteria femoral, y su cuerpo se desplomó sobre la caja registradora con un tintineo. La otra cajera soltó un chillido histérico, pero el Hombre que Fue una Vaca sólo la amenazó con el arma. Estaba demasiado ocupado ordenando a la clientela que se echase al suelo con las manos en la cabeza para verla huir por la ventanilla del servicio a automóviles.

El Hombre que Fue una Vaca nos dijo su nombre, pero a nadie le importó. Mi madre dice que es gracioso como los hombres dejan de ser hombres cuando tienen sangre inocente en sus manos, y yo le digo que él no era un hombre. Le digo que Fue una Vaca con problemas emocionales.

Amanda se acurrucó bajo la mesa. Le temblaba el labio inferior, y yo le dije que se calmase. Que sólo iba a empeorarlo. Mi madre dice que no es lo que deberías decirle a un niño. Pero yo también estaba aterrado. Mis nuggets seguían calentitos en su recipiente de cartón, y había dos cadáveres sangrando a sus anchas en la cocina.

Amanda temblaba, y le dije que se echara al suelo como había dicho el pistolero. Así se lo dije. Haz lo que dice el pistolero. Creo que leí eso en una novela, y no sé porque me vino a la cabeza. Mi hermana se recostó en el suelo, moqueando. Le pregunté cuanto dinero tenía en su mochila. Seguro sólo llevaba el del almuerzo. El Hombre que Fue una Vaca gritó que me callase, y me mordí la lengua tan fuerte que pensé que no podría volver a lamer ningún culo institucional en mi vida. El Hombre que Fue una Vaca le disparó a una mujer mayor que se había tirado encima su malteada. Era una malteada de fresa, y su sangre se confundió con el hielo desmenuzado.

Alguien lloraba. Los niños en el area de juegos estaban inmóviles en sus burbujas de plástico rayado. En los periódicos dicen que uno de ellos murió por un ataque de epilepsia, pero su cuerpo estaba muy calcinado para confirmarlo. Su madre no estaba en el restaurante, y comenzó una campaña para quebrar a la franquicia de hamburguesas. Otra vez.

El Hombre que Fue una Vaca caminó entre las mesas, pateando cartones y sillas ergonómicas. El extremo de la pistola todavía escupía volutas de humo. Me recordaban los cigarrillos cubanos de mi compañero de habitación en la facultad. Había un chico tumbado a unos pasos, con las manos hundidas en su pelo castaño y amplio. Trató de sonreírme.

El Hombre que Fue una Vaca se subió a una mesa donde alguien había derramado un banana split. Usaba zapatos de lona. Nos grito que eramos treinta y cinco homicidas en potencia esa noche. Que el venía a repartir un poco de justicia. Dijo que no lo interpretásemos mal. Que el mundo se basaba en sus equilibrios. Dicen que ni el mismo se creía lo que estaba diciendo.

El Hombre que Fue una Vaca frunció el ceño, y se rascó la barbilla. Alguien soltó una risita al fondo del local, y el Hombre que Fue una Vaca le apuntó. Le preguntó que le parecía tan gracioso. Una voz nasal y femenina dijo que le recordaba a su marido cuando estaba molesto.

Creelo o no, todos comenzamos a reír. Amanda se rió como nunca lo había hecho. Como un jadeo largamente reprimido. Como un silbido anestesiado.

Como una bocanada de aire puro.

Y después de eso, no volvió a abrir la boca.

El Hombre que Fue una Vaca esbozó una sonrisa torcida. Algún reportero se molestó en buscar al marido de la Mujer Nasal. Le preguntó si el solía ser tan agresivo en casa. Su esposa se había suicidado la noche anterior, y el hombre le dijo que se metiera su sentido del humor por donde le cupiera.

El Hombre que Fue una Vaca nos hizo levantarnos de uno a uno. Mi cabeza golpeó la parte baja de la mesa. Había graffitis. Había palabras obscenas y mocos. Había un chicle verde y fresco pegado en la madera. En el quirófano, cuando me extirparon el último pedazo de piel quemada del cráneo, el chicle estaba allí, envuelto en un mechón de mi cabello rostizado, como un bebé azul en su negruzco edredón.

Ayudé a Amanda a ponerse en pie. Sus rodillas temblaban. Ese día llevaba un vestido de verano con flores pálidas. No le gustaba ese vestido, pero mi madre la obligaba a ponérselo. El Hombre que Fue una Vaca nos hizo formarnos detrás de una familia de cinco. Los trillizos que iban pegados a las piernas de su padre no tendrían mas de cinco años. Tuvieron que distinguir sus cuerpos con los registros dentales.

El Chico del Cabello Castaño se formó delante de nosotros. Apretaba su mochila contra su pecho, como un tesoro. El Hombre que Fue una Vaca le dijo que soltara esa mierda, y el Chico boqueó como un pez asustado. La punta del arma se hundió en su mejilla, y el Chico no pudo soltar la mochila. Le pedí a mi hermana que cerrase los ojos, que se tapase las orejas, y el Chico trató de sonreírme. El Hombre que Fue una Vaca me hizo un gesto aprobatorio, y disparó. La cara del Chico Castaño se evaporó en una lluvia de carne y huesos.

Recuerdo que no había visto un cadaver tan bonito.

Treinta y cuatro homicidas en potencia, anunció el Hombre que Fue una Vaca. Podemos hacer que dure, dijo. Podía escuchar las sirenas aullando en medio del atardecer. Siempre me pregunto quien habrá hecho la llamada. El Pirata Morgan dijo en un videochat que se había arrastrado a su oficina, y había marcado el número de la policía antes de desmayarse. Cuando publicó su libro, dijo que había atacado al Hombre que Fue una Vaca con un cuchillo.

El Hombre que Fue una Vaca se irguió con el pecho inflado. Su vientre estaba apretado con una faja de las que anuncian en televisión. Los pelos de su barriga asomaban sobre el elástico de sus pantalones. El Hombre que Fue una Vaca husmeó el aire, y sin dejar de apuntarnos, ojeaba los grandes ventanales llenos de pegatinas.

Nos dijo que nos diéramos prisa, puta madre. Detrás del mostrador, bramó, y nos unimos a los empleados que se habían aovillado bajo una encimera cubierta con papel aluminio. El Hombre que Fue una Vaca dijo que nos sentáramos en el suelo. Nos apretujamos unos con otros como los rehenes de las películas.

Había visto una, donde los terroristas tomaban como rehenes a los pasajeros de un tren. Tenía resaca ese día, y sólo recuerdo una explosión donde el protagonista salva a la rubia. Pensaba que todas esas historias podían terminar así, con una hermosa explosión y una rubia ondulante.

El Hombre que Fue una Vaca se mordió el labio. Amanda hizo lo mismo. El hombre con traje y corbata cara hizo lo mismo. El parrillero gordo y barbudo hizo lo mismo. El Hombre que Fue una Vaca preguntó si nadie quería saber porque hacía esto. Cuando no le respondieron, el Hombre que Fue una Vaca levantó a una mujer con camisa de tirantes. Le estrujó el cuello. La Mujer de los Tirantes intentó gritar, pero le metió el cañón entre los dientes. La mujer farfullaba. La mujer vivía en un edificio de vivienda social con sus dos hijas y sus tres sobrinos. Su hermano estaba en el mismo hospital donde me internaron. Cuando lo supo, busco mi habitación y me preguntó como había sido. No supe que contestar.

Si lo piensas un poco, nadie tenía demasiadas buenas preguntas.

El Hombre de la Corbata Cara alzó la mano despacito. El Hombre que Fue una Vaca le hizo un gesto con la cabeza. Habló con una voz aflautada y respingona. Dijo: por qué haces esto, muchacho. Así lo dijo. Muchacho. El tipo no podía ser mayor que el Hombre que Fue una Vaca, pero le hablaba como a un chaval. Cuando terminó de hablar, se acurrucó entre la máquina de helados y la nevera.

El Hombre que Fue una Vaca dijo que esperaba que lo dijera. El Hombre que Fue una Vaca soltó a la Mujer de los Tirantes, y antes de que ella le diera las gracias, le disparó en el estómago.

La mujer se desangró a mis pies. Mi hermana se desangró a los pies de esa mujer.

El Hombre que Fue una Vaca fue, en efecto, una Vaca. Nació en una granja del este treinta años antes, el sexto becerro de una familia de siete. Su madre fue sacrificada después de contraer la gripe. La Vaca que Sería un Hombre lo vio todo con sus bovinos e indefensos ojitos.

La Vaca que Sería un Hombre tuvo que escapar de la granja antes de cumplir los dos años. Lo acompañaron un ganso y una oveja. El Ganso que Sería un Hombre se convirtió en el asesor del presidente. La Oveja que Sería una Mujer falleció en un accidente en la carretera seis meses atrás. El Hombre que Fue una Vaca la amaba, dijo. Tuvieron que pasar los siguientes meses escondiéndose de los humanos de las granjas vecinas. Siempre podían terminar en el desayuno de alguien.

Los Hombres que Fueron Ganado tuvieron que cruzar todo el país para llegar a la capital. Tuvieron que comer de los contenedores de basura. Tuvieron que pelear con los perros callejeros para marcar su territorio. La Oveja que Sería una Mujer se convirtió en mascota de una anciana, y le robaron un joyero repleto de diamantes.

Los Hombres que Fueron Ganado aprendieron clave morse con un cassette que había robado el Ganso que Sería un Hombre. Aprendieron a comunicarse con los humanos que anhelaban ser. Si lo piensas un poco, alguien debió advertirles de los inconvenientes.

Cuando dominaron el lenguaje, buscaron a un famoso científico. Impartía en la facultad de medicina de mi campus. Era famoso por sus investigaciones en el campo de la clonación y los experimentos con tejidos celulares. Aparecía en debates religiosos defendiendo el darwinismo a rajatabla. Lo había visto en esos debates, y no me agradaba. Parecía tan viejo como esas momias que había visto en los museos cuando llevaba a Amanda. Como si fuera a caerse a pedazos allí mismo, frente a las cámaras y un rabino escéptico.

El Profesor los comprendió. El Profesor había sido soldado en la segunda guerra mundial, así que conocía la clave morse. Y los horrores de los que era capaz una humanidad volatil. Así lo dijo. Volatil. Conocía todas las cosas que el Ganado que Serían Hombres querían derrocar.

El Profesor les dijo que eran radicales. Ellos le dijeron que sólo eran creativos.

El Profesor pasó los siguientes años encerrado en una cabaña con sus sujetos de prueba. El Hombre que Fue una Vaca nos dijo que tuvieron que robar cadáveres. Dijo que el suyo es el cuerpo de un hombre asesinado en un bar por los años cuarenta. Dijo que el Profesor le hizo las modificaciones necesarias para hacerlo pasar desapercibido. Dijo que usó colágeno para cubrir ciertos rasgos distintivos. Como la mujer del talk show y los presidiarios inocentes.

El Profesor descubrió la forma de trasplantar las mentes del Ganado a los cuerpos de los Hombres. El Profesor lo hizo una noche de luna llena. El Profesor uso impulsos electromagnéticos para insuflar nueva vida al Ganado que Sería Hombres.

Nos confesó que pensaron en matarlo. Pero sería caer tan bajo como aquellos que asesinaron a su madre enferma. Dijo que él era muchas cosas, pero no patricida. El Profesor hizo un trato: les ayudaría a confundirse en la sociedad moderna, y a cambio ellos nunca dirían una palabra de lo que el había hecho.

Si lo piensas un poco, es un acuerdo razonable para unos animales de granja que no saben lamer culos institucionales.

El Hombre que Fue un Ganso se convirtió en abogado. La Mujer que Fue una Oveja se convirtió en Profesora de matemáticas y madre de dos niños. El Hombre que Fue una Vaca se convirtió en empleado de una agencia de seguros, con una novia que lo amaba y quería el matrimonio o un coche respetable.

Cuando terminó, yo esperaba una reverencia. Nadie tenía demasiadas buenas preguntas. Una mujer con el cabello teñido preguntó cuando nos iba a soltar. Una mujer con camisa de franela dijo que había dejado el coche mal estacionado.

El Hombre que Fue una Vaca dijo que podíamos hacer que esto durase semanas.

Dijo que su objetivo era destruir la franquicia de hamburguesas. Después, iría a por las cadena de pollo fritos. Y después, por esa línea de quesos y productos lácteos. Dijo que quería colapsar nuestra masacre autorizada. Que quería liberar a las criaturas de dios de su condena como subproductos de consumo básico.

Dijo que con treinta y cuatro rehenes, la franquicia terminaría bajo su poder.

La Mujer con la Camisa de Franela le dijo que era un jodido cobarde. Y él dijo que le bastaban treinta y tres.

El Hombre que Fue una Vaca caminó hasta la zona de juegos. Vació el resto del cartucho sobre el castillo de plástico. Un montoncito de cuerpos se escurrieron por el tobogán con las caras largas. Una mujer con pantalones cortos comenzó a llorar y balbucear. Su marido, su amante, su ex esposo, lo que fuera, le digo que se calmase. Él no estaba llorando. El Hombre que Fue una Vaca dijo que era un precio justo. Que nosotros eramos responsables de la carnívora mecanización de la sociedad posmoderna. El Hombre que Fue una Vaca dijo que esa noche había liberado a los hijos que no podíamos criar. Y a sus hermanos aderezados con mayonesa y jalapeño.

El Hombre de la Corbata Cara quiso hablar, pero alguien lo calló. Supongo que se lo agradecimos. La alarma en el teléfono de alguien anunció que eran las ocho en punto del tercer martes del año. La Mujer con el Cabello Teñido preguntó si le dejaría sepultar a su hijo. El Hombre que Fue una Vaca dijo que nadie le había dado una cristiana sepultura a sus hermanos. El Hombre de la Corbata Cara le preguntó que haría con los cuerpos.

Si lo piensas un poco, es el tipo de cosa inapropiada que no le dices a una Vaca con problemas emocionales.

El Hombre que Fue una Vaca dijo que dejásemos de hablar. Que estábamos haciéndolo peor. Que los medios de comunicación no tardarían en llegar. Que tenía algo grande preparado. El Hombre con Corbata Cara dijo que podían solucionarlo de otra manera. Su voz era firme y segura. Dicen que era un abogado litigante. Nadie fue a identificar su cuerpo.

Amanda me agarró la mano, y yo le besé la nuca. Tenía la cabeza caliente. Recordé la sonrisa del Chico Castaño, y le dije que no hiciera nada estupido. Mi madre dice que no debí decirle eso. Y que de alguna forma nunca fui un buen hermano.

Si lo piensas un poco, es el tipo de cosa inapropiada que no le dices a un doliente.

El Hombre que Fue una Vaca le dijo que se callase. El Hombre de la Corbata Cara se puso en pie, diciendo que podían negociar. Seguir asesinando comensales no iba a devolverle a la Mujer que Fue una Oveja. Así se lo dijo. Comensales. El Hombre que Fue una Vaca le apunto un largo rato, antes de decirle que el no negociaba.

El Hombre de la Corbata Cara le dijo que iba a ganarse una cadena perpetua.

Si lo piensas un poco, se ganó ese balazo.

Se me empezaban a entumecer los dedos, pero Amanda me apretó la mano mas fuerte. El Hombre que Fue una Vaca dijo que nos soltásemos. Ella se negó. Mi madre dice que ese era un buen momento para decirle que la amaba. Y que la perdonaba por haber roto mi chamarra. Que la perdonaba por no recoger su alcoba. Y por todas las veces que me dijo marica después de cortar con mi novia de la facultad.

Pero no soltó mi mano. Fue su última gran hazaña. El Hombre que Fue una Vaca le dio un disparo limpio bajo la nariz. Amanda escupió una bola de bilis. Sus dientes fueron expelidos como una lluvia de asteroides. Su cola de caballo revoloteó como una parvada de gorriones sangrientos. Y bien cocidos por el otro lado.

Amanda cayó a los pies de la Mujer de los Tirantes. A veces creo que quiso decirme algo, pero su boca era un agujero babeante. Alguien me puso la mano en el brazo. Tenía una espesa barba gris y gafas oscuras. No supe que me había levantado hasta que el Padre de los Trillizos se abalanzó sobre el Hombre que Fue una Vaca. No parecía el tipo de hombre que arriesga su vida por los niños de los demás.

Pero tampoco parecía bastante inteligente.

El Hombre que Fue una Vaca le disparó. La primera bala le arrancó los testículos. La segunda bala se incrustó en el tobillo de la Mujer del Cabello Teñido. La tercera bala hizo estallar la caja registradora donde el cuerpo del Cajero Guapo comenzaba a enfriarse. El Padre de los Trillizos tenía la entrepierna deshecha, y el Hombre que Fue una Vaca un poema en su rostro. Se convirtieron en una masa de brazos y piernas que rodaban por el suelo.

El Hombre de la Barba hizo que me tumbara en el suelo. Le dije que debía darle una cristiana sepultura al cuerpo de mi hermana. Y que alguien debía hacer lo mismo con las bolas del Padre de los Trillizos. Él dijo que me callase, y me arrastró en el hueco detrás de la freidora de patatas. Mi madre dice que fue una decisión estupida.

Yo le digo que nadie en el restaurante parecía bastante inteligente.

El Padre de los Trillizos lanzó un aullido de dolor. Cayó sobre los rehenes que no se habían levantado del suelo, y alguien hizo una mueca de asco. El Hombre que Fue una Vaca levantó a uno de los Trillizos por el brazo. Dicen que se lo fracturó. Le metió el cañón en la oreja, y la Mujer del Cabello Teñido le mordió el tobillo, en el mismo sitio donde él le había disparado. A ella se le cayó la dentadura postiza.

El Hombre que Fue una Vaca rugió. La primera bala mató al Segundo Trillizo. Sus tripas ensuciaron la blusa de su madre. La segunda bala cortó el flujo eléctrico. La tercera bala reventó un ducto de gas bajo la freidora. Bajo mis nalgas. El restaurante se tiñó de amarillo, y el pecho del Hombre de la Barba explotó.

Si lo piensas un poco, todas estas historias terminan con una hermosa explosión y una rubia ondulante.

Sufrí quemaduras de tercer grado grado en el ochenta por ciento de mi cuerpo. Lo único que se salvó fue mi brazo derecho y la mitad de mi espalda. Escuché a alguien rezando un padrenuestro. Escuché la palabra “cielo”.

La palabra “voluntad”.

La palabra “ofensa”.

Y un largo pitido, como el de una señal de incendios. Pero el sonido estaba en mi cerebro, en lo mas profundo de mis cortas luces. Si lo piensas un poco, podía ser un monitor cardíaco. O una ambulancia apresurada. O mis tímpanos perforados.

Recuerdo algo frio cayendo sobre mi cuerpo. Recuerdo la sensación de flotar boca abajo en la piscina de mis abuelos el verano en que Amanda perdió sus dientes de leche. Las voces de un escuadrón de bombas con sus radios chisporroteando. Mi cara chisporroteando. El aceite de la freidora me quemó las cuerdas vocales y la mitad de la cara. El resto lo hizo la hermosa explosión.

Cuando traté de abrir mis parpados, crujieron. Como los aros de cebolla que mi hermana no había masticado. Un paramédico rubio me secó las lagrimas con la punta de la manta aislante que me había puesto. Tenía el pelo muy largo y atado en una cola de caballo. Como la de ella. Si lo piensas un poco, parecía una Amanda muy masculina y salvadora.

Si lo piensas un poco, todas estas historias terminan con una hermosa explosión y el ensayo de una rubia ondulante.

Recuerdo los flashes de las cámaras. Las antenas satelitales. Las cámaras y los reporteros y sus grabadoras. El letrero de neón con el logo de la franquicia apagado. El público apostado tras la valla de seguridad, empuñando sus móviles. La silueta de los arboles que no empezaban a florecer. Una luna lechosa y creciente. Recuerdo al Paramédico Ondulante empujando a una multitud que yo no reconocía. Balbuceaba. Mi voz había sido licuada en un pozo inalcanzable. Cuando le pregunté donde estaba el cuerpo de mi hermana, mis labios se agrietaron.

Cuando le pregunté que había pasado con el Hombre con la Barba, me dijo que dejase de hablar.

Cuando le pregunté que había pasado con el Hombre que Fue una Vaca, me sonrió y dijo que había recibido siete disparos de un francotirador. Que no debía tener miedo.

Si lo piensas un poco, es el tipo de cosa inapropiada que no le dices a un estudiante de filosofía achicharrado.

Me trasladaron al hospital general en helicóptero. Había una horda de periodistas y familiares en la sala de urgencias, pero yo no los vi. Mi madre me lo contó después, sentada en mi colcha blanca. Estaba atado a una camilla de plástico, como la que habían usado en la secundaría cuando me fracturé en el baloncesto, y gritaba. Quería que alguien le diera cristiana sepultura a mi hermana. O a las bolas del Padre de los Trillizos, para variar.

El Paramédico Ondulante me dio una dosis de morfina. Quise decirle que no estaba alucinando, que sabía lo que era un ataque de pánico, que mi novia en la facultad tenía personalidad limítrofe, pero mi boca dejó de obedecerme.

Mi boca era el pozo vacuo e inalcanzable.

Recuerdo el ascensor, limpio y grande. Recuerdo que no me dejaban ver mi reflejo en sus espejos, y ni siquiera podía mover el cuello. Recuerdo que me llevaron por un pasillo eterno, por unas puertas eternas, por un quirófano eterno. Mi cuerpo golpeando la mesa de operaciones. Los pinchazos en mi brazo bueno. La mascarilla de oxígeno que se empañaba con mi aliento. Las luces del quirófano que lastimaban. El resplandor de los instrumentos que entraban y salían de mi pecho como hormigas plateadas. Las partículas de carne negra que se desprendían de mis muslos. Los latidos de mi corazón. Podía escucharlos.

Nunca sentí dolor. Ni siquiera en el restaurante. No en la hermosa explosión El Paramédico Ondulante dijo que yo estaba gritando. Pero el dolor era esa niebla helada que te abraza y borronea los contornos de ti mismo. El dolor te convertía en una silueta.

No podía decirles que quería el cadaver hecho mierda de mi hermana. El cuerpecito con el vestido de flores pálidas que nunca fue encontrado.

Removieron ese ochenta por ciento inservible de mi piel. Tuvieron que coserme los labios para que no se cerraran. Tenía todos los músculos de la cara atrofiados. Uno de mis pulmones se había colapsado. Dijeron que tal vez podría volver a caminar después de ir a rehabilitación. Pero siempre preferí la silla de ruedas. Mi madre deja de molestarme cuando uso la silla de ruedas.

Estaba hirviendo. Trataban de regular mi temperatura con bolsas de hielo. La morfina me mantenía despierto, y apostaron tres policías en mi puerta. Mi madre fue la primera en verme al salir de la cirugía. Dijo que tenía un aspecto horrible, y me preguntó donde estaba Amanda. Una enfermera me pidió que no hablase. Una voz respondió por mi: lamentamos su perdida, señora. Así lo dijo. Su perdida. El Paramédico Ondulante se volvió a mi monitor cardiaco. No se me había despegado un sólo minuto.

Mi madre salió de la habitación, y no volví a verla hasta el día siguiente. Tenía una lata de cerveza vacía en su bolso. Si lo piensas un poco, es un duelo ingenioso.

Los médicos y practicantes entraron y salieron de mi habitación por horas. Siempre le pedía a las mujeres que me prestaran un espejo. Uno pequeño. Quería ver mis ojos. En algún lado leí que uno no está muerto hasta que no reconoce su propia mirada.

Todas desviaban las suyas. Todas eran amables y hacían bromas y decían que me había llevado una buena tunda, pero nunca me miraban. Los policías tampoco. Las únicas personas que querían mirarme estaban bajo mi ventana, y querían compartirme con el mundo entero en alta definición.

Fuimos la noticia principal en el noticiario de la noche. El Paramédico Ondulante prendió el televisor por mí. La cámara enfocaba el letrero de neón apagado. Los ventanales derretidos. La nariz perforada del oso que es la mascota oficial de la franquicia. Las patrullas y ambulancias y camiones de bomberos formando una fila india a lo largo de la calle. La escena estaba teñida de azul y rojo. Bien cocida por un lado y sangrienta por el otro.

Había una formación de bolsas negras depositadas en el aparcamiento. Podías ver la matricula del coche de la Mujer de la Camisa de Franela. Si enfocabas la vista, contabas veintisiete bolsas.

El cuerpo del Hombre que Fue una Vaca estaba en una camilla con ruedas, con el rostro resquebrajado, y los fragmentos de su oreja derecha en uno de esos recipientes para muestras de orina.

Cuando entraron a su apartamento, encontraron un filete descongelado y todas las novelas de Terry Pratchet. Encontraron una bicicleta estática. El Hombre que Fue una Vaca tenía un crucifijo que le había regalado su tía en su primera comunión. Pero nunca lo encontraron.

Dijeron los nombres de los sobrevivientes. Dijeron mi nombre. El Paramédico Ondulante me sonrió, y me dijo que no sonriera. Dijeron que el presidente había declarado luto nacional. Que había estallado una revuelta afuera de las ruinas del restaurante. Que una organización filantrópica sin fines de lucro estaba involucrada. Que una actriz vegetariana había enviado un mensaje de apoyo.

Eran las diez y media de la noche del tercer martes del año, y había pescado una infección subcutánea. El brazo malo me hormigueaba. Hormigas plateadas. Un practicante me dijo que lo lamentaba, que no podían administrarme mas drogas, pero yo no sentía ningún dolor.

El dolor te convertía en una silueta. En una silueta que ríe.

La pistola de agua con lucecitas, la pistola de Amanda, apareció en la mesita de noche en el hospital. Estaba chamuscada, con el cañón torcido, y nadie me dijo como había llegado allí.

A la medianoche el Paramédico Ondulante salió, cerrando con llave. Escuché los flashes de las camaras. Escuché el forcejeo de los policías con un camarógrafo necio. Un micrófono crepitando. Escuché la palabra “nobel”.

La palabra “erudito”.

La palabra “monstruoso”.

El decano del hospital entró seguido de un abogado con portafolio. Una especialista en cirugía cosmética. El jefe del area de cardiologia. El jefe del pabellón de quemaduras. Y un hombre mayor con la camisa arrugada y los ojos caídos. Tenía una bolsa de plástico y un colgajo de carne que debía ser su cara.

Se acercó a mi cabecera. Sacó una lampara de bolsillo, y me la pasó por los ojos. Me preguntó si entendía lo que él decía. Parpadeé, y asentí, porque no podía hablar. El de la camisa arrugada se guardó la lampara, y me dijo que lamentaba mucho mi duelo. Así lo dijo. Mi duelo. Quería preguntarle si ya estaban haciéndole la autopsia al cadaver de mi hermana.

Quería un espejo para reconocer mi propia mirada.

El de la camisa arrugada era un científico famoso. Impartía en la facultad de medicina de mi campus. Parecía tan viejo como esas momias que había visto en los museos. Los rabinos escépticos lo odiaban.

Me dijo que tenía una nutrida experiencia en la experimentación con tejidos humanos. Me dijo que actualmente la ciencia había tenido progresos notables en la biotecnología. Que podían regenerar el cien por ciento de mi piel usando celulas madres procesadas. Escuché “membranas”. Escuché “autosuficientes”.

El Abogado me dijo que era una estupenda alternativa, una válida alternativa, pero que el hospital, ni nadie, podía costearla.

El Profesor dijo que había una alternativa diferente. Dijo que había trabajado con tejidos de origen animal para tratar lesiones necróticas y gangrenosas. Que también había realizado trasplantes subcutáneos y cardiovasculares con un éxito asegurado. Que era una alternativa totalmente segura y viable. Que estaba en fase experimental. Y cuando lograse patentar sus resultados, sonrió, su equipo se haría con el Nobel.

Si lo piensas un poco, él era el erudito. Yo era el monstruoso.

El Abogado me advirtió de los riesgos de la intervención. La Cirujana Cosmética me dijo que tardaría un buen tiempo en asimilar mi nueva apariencia. El Decano me explicó que el daño en los órganos de mi caja torácica era casi irreparable. El Cardiólogo dijo que mi corazón podía sufrir un infarto en las próximas diez horas si no firmaba ahora.

Había un sujetapapeles en mi colcha blanca. La tinta de mi nombre seguía fresca.

El Profesor abrió su bolsa de plástico, dijo que había ciertas especies cuyos tejidos resultaban compatibles. Dijo que podíamos ayudarnos uno al otro. Sacó un recipiente transparente, y me preguntó si sabía lo que había adentro.

Había visto uno cuando era niño, en una excursión de la escuela a una granja. El encargado nos explicó que partes resultaban útiles para consumo humano. Las había puesto en bandejas de metal, y nadie quiso tocar los riñones. Los intestinos hicieron vomitar a un par de niñas. La bandeja del centro nos sacó un grito de asombro.

Era el corazón de una vaca.

La llamaron “intervención de trasplantes bioequitativos”. Terminó a las seis de la mañana, pero yo desperté hasta las nueve. Me habían quitado las bolsas de hielo y la mitad de sondas que colgaban de mi brazo bueno. Mi colcha blanca ya no estaba. Ahora tenía sabanas azules. El Paramédico Ondulante estaba a mi lado, en un taburete. Tenía el periódico de hoy. La masacre del restaurante estaba en la segunda página.

Yo era la primera plana.

El Profesor nunca volvió a verme. Envió a su secretaría con una canasta de frutas y un libro de poemas que había escrito su nuera. En la tarjeta, y en el libro, decía “bienvenido a una nueva vida”. Lo mismo escribió el Pirata Morgan cuando me envió una copia de su libro.

Si lo piensas un poco, es el tipo de cosa inapropiada que no le dices a un posmoderno Prometeo.

El periódico decía que habían reemplazado casi la totalidad de mi piel con tejido vacuno. Que lo habían sometido a un proceso químico con tres décadas de desarrollo para que fuera compatible con mis celulas. Mi corazón, mi pulmón izquierdo y mi aparato urinario habían pasado por misma intervención. Decía que el Profesor y su equipo tenían el Nobel asegurado. El Profesor declaró que lo mas importante era que yo, Su Paciente, había superado la adversidad de ese día aciago.

Creelo o no, fue la primera risa de mi nueva vida.

La rehabilitación comenzó tres días después. Me llevaron en ambulancia a un centro especializado. Mi madre iba en el asiento del copiloto. Mi madre había firmado la autorización porque mis dedos estaban inservibles. Mi madre dice que fue la mejor decisión de mi vida.

Empecé a hablar en la primera semana. Mis labios estaban secos todo el tiempo, y llevaba zumo de zanahoria a todos lados. Lo primero que pregunté fue si le habían dado cristiana sepultura al cuerpo de Amanda.

Ninguna enfermera me quiso prestar su espejo.

Por las tardes, me llevaban a terapia grupal. La mayoría eran parapléjicos y lisiados. Era el único del pabellón de quemados. Y era famoso. Antes de comenzar, debía tomar una píldora con calcio y hierro. Para asimilar los nutrientes de los injertos.

Eran azules y rojas. Bien cocidas por un lado y sangrientas por el otro.

Los mismos días que mi madre llevaba pudin de vainilla, el Paramédico Ondulante me visitaba. Nos sentábamos en la sala de televisión, y veíamos películas sobre hermosas explosiones y rubias. La Madre de los Trillizos recibió la llave de la ciudad y una medalla póstuma en honor a su marido. Tuvo quemaduras de primer grado y un cardenal en la mejilla. Cuando el alcalde le permitió decir unas palabras, la Madre de los Trillizos preguntó quien iba a honrar la memoria de sus hijos.

Claro que eso no salió en televisión. Mi madre me lo contó después de una resonancia magnética. Y el Paramédico Ondulante después de trabajar mis deltoides en las pesas.

Por las mañanas me llevaban a las caminadoras. La secretaria del Profesor venía de vez en cuando, y decía que me enviaba saludos. Un día le pregunté si podía escribirle una nota. Usé el papel de la clínica para preguntarle si había conocido una vaca, un ganso o una oveja en su juventud.

Si lo piensas un poco, es el tipo de cosa inapropiada que nunca es respondida.

Salí dos meses después de mi ingreso. La banda de reporteros no era ni la cuarta parte de la que me despidió en el hospital. Todavía tenía los labios secos, y no sentía los dedos de los pies. Sufría indigestión y visión borrosa, y nadie me quería prestar un espejo.

Volvimos a la casa de campo que mi padre nos dejó antes de morir. Cuando llegué, la alcoba de Amanda ya estaba vacía. Le pregunté a mi madre donde estaban los peluches de su cama. Si les habían dado cristiana sepultura.

Mi madre mandó desmontar el gabinete del baño.

El Paramédico Ondulante siguió visitándome cada semana. Me llevaba los periódicos y las revistas que mi madre se rehúsa a tirar. La Mujer del Cabello Teñido tuvo que ser operada para sacar la bala de su pierna. Dicen que tuvieron que amputársela después de todo. Una vez creí verla en una frutería, pero tenía sus dos piernas. Y parecía triste.

El Pirata Morgan había estudiado letras inglesas. Le dije a mi madre que él se había desmayado antes de la explosión. Que el no pudo salvar a los niños del area de juegos. Le dije que era un farsante. Que su libro era una farsa.

Mi madre dijo que yo era un envidioso. Y que lo empeoraba siendo un cobarde.

Si lo piensas un poco, es la cosa apropiada para una conversación como esa.

La masacre del restaurante apareció en los anuarios que se venden en los quioscos. Después hicieron la película. La Madre de los Trillizos y la Madre del Epiléptico exigieron que se cancelara, pero el Hombre que Fue una Vaca era interpretado por un ganador del Oscar.

Hace una semana, mi madre me cortó las uñas, y me llamó una directora de contenidos. Querían hacerme una entrevista para el talk show de la mujer con los labios de colágeno. Dijo que sería una semblanza a un año de la tragedia. Mi madre le dijo que estaríamos encantados de recordar a mi hermana. Vendrán a hacer la entrevista a nuestra salita en siete días.

Esa noche, vomité en mi baño remodelado, y una chica me llamó. Me dijo que estaba en la clase de Profesor, y quería escribir su tesis sobre mi caso. Dijo que a ella le habían extirpado una hernia. Que comprendía mi dolor.

Pero si el dolor, le dije, el dolor te convierte en una silueta. En una silueta que ríe.

El Paramédico Ondulante le pidió matrimonio a mi madre el día que mi hermana cumpliría doce años. Mi madre estuvo llorando toda la tarde, acariciando el anillo de rubí y una foto de Amanda donde yo no aparezco.

El Paramédico tiene veintidós años. Y se ha cortado el pelo.

Son las tres de la tarde del primer martes del año, y un reportero aparece en el porche. Lleva una gabardina sin bolsillos y un aro en la nariz. Me enseña sus credenciales, y dice que prepara un tributo a los sobrevivientes. Trabaja para una revista de espectáculos que yo he comprado por las recetas de cocina.

El reportero enciende su grabadora, y me dice que no, que no tiene un espejo. Pero que puede invitarme un cigarrillo.

El grafólogo de la policía, el que sale en televisión antes de una película con hermosas explosiones, dice que el asesino del restaurante no presenta los caracteres propios de un sociopata. Que en cambio se distingue por ser una persona paciente y un buen conversador. Que tiene un cierto talento reprimido. Que es un defensor de su propio conservadurismo. Que reniega de las opiniones estrambóticas.

Así lo dice. Estrambóticas.

Cuando termina, empieza un segmento musical con una banda en pro de los derechos de los animales. Tocan I Want the One I Can't Have, de The Smiths, con gorros de cumpleaños.

Amanda me decía anciano por escuchar esos discos.

El reportero dice que hubo una nota de suicidio. “No tengo demasiadas preguntas” recita, y me pregunta que me gustaría decirle al Hombre que Fue una Vaca.

Si lo piensas un poco, sólo un poco, La Vaca que Fue un Hombre tampoco tiene demasiadas respuestas.

octubre 11, 2010


(arriba) Empty Diner, de Shannon Hourigan.
BTW, es mi fotògrafa favorita.

6 comentarios:

Unknown dijo...

I Like it x100000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000

Anónimo dijo...

Destruiste mi orgullo, en resumen: Me encantó.

beck dijo...

wow!!!!
me kedo sin palabras

yuliana g dijo...

esta genial me impresiono totalmente escribes de una manera increible demasiado cruda teme dejas sin palabras y con una expresion de sorpresa en la cara

LauSanBal dijo...

Yo soy fan de El Hombre que Fue una Vaca...
y de ti también aunque digas que no deberíamos recordarte lo bueno que eres para estas cosas...

Anónimo dijo...

La arteria femoral evidentemente está en el fémur y no en el cuello. Ciertas frases se convierten en cliché y el final pudo estar mejor trabajado, pero me gustó por sobre todo.

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